Por qué hay que pedirle a Dios que nos conceda la humildad
“¡Bien, mira que ya te la ha concedido! ¿Ves este milagro?”
Cierto día, el padre Nifón tuvo una visión. Se hallaba ante un largo camino que iba hacia el oriente, custodiado por una multitud de individuos extraños, armados con lanzas y que no dejaban pasar a nadie por aquel lugar. Al comienzo del camino se veía también un gentío reunido, que no se atrevía a avanzar, por temor a los sombríos guardianes ya mencionados. Todas aquellas personas, entre las que se encontraba Nifón, se preguntaban cómo avanzar sin peligro. Mientras discutían qué hacer, vieron cómo de improviso aparecía un individuo vestido de blanco, quien vino a detenerse junto a ellos.
—¿Por qué tienen tanto miedo?, les preguntó.
—Nos asustan esos centinelas, respondió la muchedumbre.
—¿Tú, por qué no caminas?, le preguntó a Nifón.
—Por la misma razón que los demás...
—¿Acaso no pediste que se te concediera la humildad?
—¡Claro que sí! Eso es algo que le pido constantemente a Dios.
—¡Bien, mira que ya te la ha concedido! ¿Ves este milagro?
Y aquel hombre de blanco, que era un ángel, le abrió el pecho y le sacó el corazón, ante la mirada atónita de los demás. Luego, arrojó ese corazón al suelo y le puso otro en su lugar.
—¡Ahora, camina! Los centinelas no podrán ni siquiera tocarte, le ordenó el ángel.
Entonces todos los demás comenzaron a suplicar:
—¡Haz lo mismo con nosotros, para que podamos seguir adelante en este camino!
—¡Esto hay que pedirselo a Dios, con ayuno y oración... y tengan la certeza de que lo recibirán! Pero si no lo piden, no se les dará. Y si no se les da, no podrán pasar por este camino. Y deben saber que este es el único camino que lleva a la vida. Este que ven aquí, que acaba de recibir un corazón humilde y contrito, desde hace muchos años se lo viene pidiendo al Señor, y hasta ahora lo acaba de recibir. ¡Véanlo cómo avanza ahora!
Y, volviendo la mirada, le vieron caminar sin ningún problema. No obstante, al llegar al punto en donde estaban los primeros centinelas, estos sacaron inmediatamente sus espadas amenazadoramente. Pero en ese mismo instante sus manos se quedaron como paralizadas y Nifón pudo pasar tranquilamente junto a ellos. Lo mismo ocurrió al llegar a donde estaban los demás grupos de guardianes.
Poco tiempo después llegó a donde estaba reunido un gran número de centinelas. Cuando le vieron acercarse, estos se abalanzaron sobre él para atacarle, pero se quedaron inertes instantáneamente. Eran tantos, que, para poder pasar, Nifón tuvo que empujarlos y abrirse sobre ellos. “¿Quién juntó a todos estos malditos, para que nos cerraran el camino y no nos dejaran avanzar a la vida?”, gritó él. Y, ante el asombro de todos, pudo seguir el camino hasta el final.
Cuando aquella visión cesó y Nifón volvió en sí, se quedó meditando por un buen rato sobre lo que esto podría significar. Pero el Espíritu Santo le iluminó la mente y le ayudó a entender. “¿Quieres entender lo que acabas de ver? Atento: el camino que seguiste es la senda dura y estrecha. Los guardianes son los astutos demonios que no quieren que nadie pase. Debes saber, además, que nadie puede avanzar en este camino, si antes no ha recibido un corazón humilde y contrito. Tú lo pediste y lo recibiste. Desde hoy no te asustará más la noche, la flecha que vuela de día y todo lo que viene de la oscuridad, porque el Altísimo es tu protección. Pero, ojo, que grandes tentaciones vendrán sobre ti, mas no te vencerán, porque Yo estoy contigo”. Esto le dijo el Espíritu de Dios. Después de esto, Nifón sintió cómo la estancia se llenaba de un aroma indescriptible, inundándolo todo.
“El corazón del hombre”, se dijo a sí mismo, “no podría imaginarse jamás a qué se parece el dulce aroma del Espíritu Santo. Es algo que sobrepasa cualquier alegría, cualquier felicidad. No quisiera volver a gustar de los placeres y dulzuras del mundo”.
Disipando pronto estas meditaciones, se dijo: “¡Ay de mí, que soy un pecador, un malvado, un injusto, un astuto, un maldito! ¡Ay de mí, que hasta a los mismos demonios he superado con mis faltas! ¿Qué he de hacer para librarme de aquellos que obran la maldad? ¡Ay de mí que estoy de parte y a la sombra de la muerte...!”. Por eso es que siempre acostumbraba a exclamar: “¡Ay de mí, que soy un pecador!”.
(Traducido de: Un episcop ascet. Viaţa şi învăţăturile Sfântului Ierarh Nifon, Editura Episcopiei Romanului, 2001, pp. 21-23)