A propósito del fariseísmo del que a veces hacemos gala
No conocemos a nadie. A nuestro lado pasa toda clase de personas, muchas de ellas con grandes sufrimientos. Y aunque durante los oficios litúrgicos proclamamos: “Oremos al Señor…”, no tendemos la mano para ayudar al otro.
Aunque asistimos a la iglesia, no nos molestamos en interesarnos por los demás. “¿Cómo está usted? Me llamo Constantino”, o: “¡Mucho gusto, soy Juan!”. No conocemos a nadie. A nuestro lado pasa toda clase de personas, muchas de ellas con grandes sufrimientos. Y aunque durante los oficios litúrgicos proclamamos: “Oremos al Señor…”, no tendemos la mano para ayudar al otro.
Un domingo de estos, mientras oficiaba en la Catedral de Sibiu, en un momento dado, sentí como si no estaba en aquel lugar. Tan bien me sentía celebrando la Divina Liturgia, que me atrevería a decir que el demonio del orgullo me estaba tentando a pensar: “¡Madre mía, qué hermosa Liturgia la de hoy!”.
Al finalizar, salí afuera y me encontré con una anciana que camina apoyada en dos muletas, y que todo el tiempo parece sufrir el doble de enfermedades que todas las personas que he conocido en mi vida. Su nombre es Ana. Es una persona muy especial, con unas gafas enormes y que sigue venciendo a la muerte desde hace más de veinte años. ¡Se esconde de la muerte, y la muerte no la encuentra! La busca, pero… ¡nada!
El caso es que doña Ana estaba afuera de la iglesia, sentada en el suelo, apesadumbrada y, ciertamente, su ropa parecía algo sucia. A su lado estaba otra mujer, una señora un poco más joven y robusta, que siempre llama la atención por ser muy efusiva en su trato con los demás.
Le pregunté a la primera: “¿Qué le pasó, doña Ana?”. Yo me sentía venir del mismo Jerusalén: “Cuénteme, ¿qué pasó con usted, doña Ana?”.
Me responde: “¡Es que yo venía a toda prisa, padre, tratando de llegar a tiempo a la Liturgia! Pero, subiendo estas escaleras, me resbalé y me caí…
Y todas las demás señoras, tan piadosas durante la Liturgia, pasaron a su lado, haciendo como si no la veían. Hubo una que incluso se atrevió a decir una cosa muy desagradable, cuando la otra mujer —la menos piadosa de todas— trataba de ayudar a doña Ana a levantarse: “¡Déjala, querida, que ella recibe dos jubilaciones!”. Esta, fastidiada, levantó las dos muletas y le respondió: “¿No quieres estas dos…?”.
¡No, claro que no las quiso! Y fue la otra señora —la que siempre es muy efusiva y que todo el tiempo tiene algo que comentar y hablar con quien pase a su lado, a tal punto que parece que no está presente en la iglesia—, quien levantó a doña Ana, la besó, la consoló y la llevó a la Liturgia. Es decir, ¡ella demostró entender, más que las otras, el verdadero sentido de la Liturgia!!
(Traducido de: Părintele Constantin Necula, Cum să ieșim din mediocritate, Editura Agnos, Sibiu, 2014, pp. 24-25)