A propósito del valor de las miróforas y de la mujer cristiana en general
Las mamás y las abuelas cristianas son quienes, muy a menudo, forman hombres virtuosos, algunos de los cuales luego pasan a formar parte del sinaxario. Entonces, es justo que honremos, no solamente ahora, sino todo el tiempo, el valor y el sacrificio de las mujeres cristianas. ¡Una Iglesia que tiene mujeres devotas y buenos padres espirituales, es, sin lugar a dudas, una Iglesia viva!
San Gregorio Palamás argumenta, no en una sino en varias páginas, que una mujer, es decir, la Madre del Señor, fue la primera en ver a nuestro Señor resucitado: “La primera persona, de entre toda la humanidad, que recibió de Dios la buena nueva de la Resurrección de nuestro Señor, fue —como era justo y necesario—, la Madre de Dios. Y no solo fue la primera en verlo y gozarse de Su divino diálogo, sino que, además de verlo con sus ojos y escucharlo con sus oídos, también fue la primera y la única en tocar con sus manos Sus purísimos pies, aunque los evangelistas no lo hayan expresado abiertamente, porque prefirieron no presentar el testimonio de Su Madre, precisamente para no dar motivos a las suspicacias de los incrédulos”.
El mismo San Gregorio Palamás explica así este pasaje evangélico: “Jesús, que había resucitado a la mañana del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, aquella de quien había echado siete demonios” (Marcos 16, 9), argumentando que María Magdalena fue la primera de las miróforas en verlo, pero no en su primera visita al sepulcro: “De acuerdo con San Juan el Evangelista, María Magdalena no sólo llegó al sepulcro, sino que también se fue del lugar sin haber visto al Señor. Porque inmediatamente después corrió a buscar a Pedro y a Juan para anunciarles, no que el Señor había resucitado, sino que alguien se había llevado Su cuerpo, lo cual demuestra que aún no sabía de la Resurrección. Luego, el Señor no se le apareció primero a María en un sentido absoluto, sino (que se le apareció) ya bien entrado el día”.
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Las miróforas también subieron al Gólgota con Jesús, mientras Sus discípulos varones (con la feliz excepción del Santo Apóstol Juan) se escondían “por miedo a los judíos”. Inmediatamente después del Sabbat, cuando aún no había amanecido el día domingo, estas mujeres fueron al sepulcro llevando distintas fragancias (o mirra, de donde viene el apelativo de “miróforas”) para ungir el cuerpo de Aquel que había sido sepultado deprisa, sin respetarse las disposiciones propias del entierro. Su coraje, su devoción, su amor y su sacrificio fueron lo que las llevó a vencer el temor a la oscuridad de la noche y a los soldados que custodiaban el sepulcro, además de la preocupación por encontrar alguien que les ayudara a mover la piedra que fue puesta a la entrada de la tumba.
Ciertamente, las miróforas asumieron una elección completamente distinta a la de los apóstoles varones, caracterizados, en ese momento, por la prudencia y un comportamiento cerebral, dominado, de hecho, por el instinto de conservación. Las miróforas eligieron ser mujeres en el sentido íntegro de la palabra. ¡Optaron por amar hasta el sacrificio y creer en sus corazones que no hay nada invencible! Así fue como se hicieron dignas de la bendición más grande, la de ser las primeras en ver a nuestro Señor y Salvador con Su cuerpo resucitado. Un don que solo ulteriormente habrían de recibir los apóstoles más cercanos a Jesús, incluso “el más amado de ellos”, Juan. Si todo se hubiera limitado a un feminismo nivelador de las diferencias entre hombre y mujer —como dicta la propaganda actual—, las miróforas se hubieran perdido tanto el Gólgota como la Resurrección, y no habrían sido las primeras mensajeras de la única novedad bajo el sol de la historia, exclamando el primer “¡Cristo ha resucitado!”. Lo que hicieron estas “portadoras de mirra” constituye el primer y más auténtico movimiento feminista, en el que toda mujer se puede ver reflejada y reconocer cuán lejos puede llegar si cultiva su propio don, sin la necesidad de anhelar poseer los dones que son específicos del varón.
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El domingo de las miróforas es, entre otras cosas, un motivo para reflexionar sobre el rol y la función de las mujeres cristianas en la Iglesia. No es casualidad que las mujeres sean mayoría en las distintas parroquias del mundo, asistiendo fielmente a los oficios litúrgicos y a otras actividades organizadas en el marco de la Iglesia. Las mamás y las abuelas cristianas son quienes, muy a menudo, forman hombres virtuosos, algunos de los cuales luego pasan a formar parte del sinaxario. Entonces, es justo que honremos, no solamente ahora, sino todo el tiempo, el valor y el sacrificio de las mujeres cristianas. ¡Una Iglesia que tiene mujeres devotas y buenos padres espirituales, es, sin lugar a dudas, una Iglesia viva!
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Es importante subrayar que no se trata de valorar a la mujer mucho más que al hombre, cuando evocamos a las miróforas. Tanto la mujer como el hombre tienen, respectivamente, un lugar importante en la obra de Dios. “Las mujeres fueron las primeras en glorificar a Cristo Resucitado, en tanto que los apóstoles fueron los primeros en sufrir por Él. Mientras las mujeres se preparaban con mirra fragante, los apóstoles se preparaban para los tormentos. Las mujeres entraron al sepulcro, y los apóstoles pronto habrían de entrar al calabozo. Las mujeres se apresuraron en mostrar su alabanza, mientras los apóstoles abrazaban las cadenas por Él. Las mujeres derramaron mirra, mientras los apóstoles derramaron su sangre” (Pedro Crisólogo).