¡Qué agradable es, ante los ojos de Dios, el médico creyente y generoso con sus semejantes!
El médico que es creyente, que ama a sus semejantes y los ayuda, interioriza a Cristo en su corazón, Quien obra por medio suyo para sanar y consolar a los enfermos.
En un momento dado, le pregunté [1]:
—Padre, sé que la “Oración del Corazón” es una verdadera ciencia. Con todo, quisiera preguntarle algo, aunque pueda parecerle ingenuo. Perdóneme, le suplico.
—Sí, pregúntame lo que quieras.
—¿Es bueno que mantenga siempre, en el bolsillo de mi bata de médico, un cordón de oración (blanco también, para que no se note), y cuando voy con otros médicos a controlar a los enfermos, sin que nadie me observe, me ponga a repetir unos cuantos “Señor Jesucristo, ten piedad de Tu siervo...”, en nombre del paciente que estamos por examinar?
—¿Te parece que es de bendición, o solamente es una parodia de la “Oración del Corazón”, misma que, en realidad, debe hacerse atravesando por diversos estados, luego de una preparación correspondiente, y que dura horas enteras...?
Me quedé callado. Entonces, el padre se levantó de su asiento, me observó profundamente y casi me gritó:
—¿Pero qué cosas me preguntas, hombre? ¡Lo que haces tiene la bendición de Dios! ¡Sigue haciéndolo! Y, de noche, ora mucho más. ¡Esa media cuerda de oración que haces tú vale más que seis horas de oraciones de las que hacemos aquí!
Más tarde, el padre nos explicó que la “Oración del Corazón” es completa, porque consta de dos partes. La primera es la invocación del Nombre de Dios, “Señor Jesucristo, Hijo de Dios”, que es una doxología en la que Cristo es reconocido como Señor e Hijo de Dios. La segunda parte es la oración propiamente dicha, “ten piedad de mí, pecador”. Esta segunda parte debe ser pronunciada de una forma diferente a la primera.
La primera parte debe vocalizarse despacio, cual doxología, mientras que la segunda debe ser más bien un quejido, una lamentación. Las palabras “ten piedad de mí, pecador”, deben ser enunciadas con intensidad, implorándole a Dios para que nos envíe las purificadoras lágrimas. Si nuestro llanto empieza a brotar, es que la Santa Gracia viene a examinarnos. Entonces, aunque no tengamos la cuerda de oración en nuestras manos, estaremos comunicándonos con Dios.
[1] A un sacerdote del Santo Monte Athos, tal como lo relata el médico y profesor Gheorgos Papazahos.
(Traducido de: Klitos Ioannidis, Patericul secolului XX, Editura Sophia, p. 191)