Palabras de espiritualidad

¡Qué grande es el don de Dios para con nosotros, pecadores!

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Veamos espiritualmente al Rey, para Quien hemos abierto los caminos, nosotros, pecadores, y digamos con el salmista: “Venid a adorarlo, hinquemos las rodillas delante del Señor, nuestro creador. Porque Él es nuestro Dios”.

¿Qué fue lo que hicimos hace unos instantes, amados hijos, en la Pequeña Entrada? Hicimos una oración a Dios, pidiéndole que nos haga dignos, junto con los ángeles, de ir con el Santo Evangelio: “Soberano Señor... haz que nuestra entrada se asocie la de los santos ángeles”. Y así es como sucede en verdad. La entrada no la hacemos nosotros, sino los ángeles, a quienes Dios ha enviado. Por eso, todos los ángeles son llamados espíritus que sirven [1], porque vienen a servirnos, de la misma forma en que nos ayudan los pequeños que caminan con candelas encendidas delante del sacerdote, o los que nos encienden el incienso. Este es el trabajo de los ángeles. Ellos nos preparan todo, de manera que, algún día, la Santa Mesa de nuestra salvación esté preparada. ¿Cuándo? Algunas veces, la señora de la casa sirve la mesa con rapidez, otras veces se demora un poco. Lo mismo hace Cristo, Señor del Cielo y la tierra. Algunas veces con rapidez, otras un poco más tarde, nos prepara la mesa de la salvación. Nos sirve junto con los ángeles. Los ángeles nos anteceden, nos abren el camino y nosotros entramos y tomamos el braserillo para incensarlos, porque nos han servido, y después incensamos a los santos y todo lo que hay en la iglesia.

¿Alguien se acuerda que una vez, cuando San Espiridón oficiaba la Divina Liturgia, al pronunciar las palabras: “¡Paz a todos!”, los ángeles le respondieron: “¡Y con tu espíritu!”? [2]. Los Padres de la Iglesia siempre han tenido semejantes revelaciones y visiones, que siguen ocurriendo hasta el día de hoy. San Sergio de Rusia, igualmente, cada vez que oficiaba la Divina Liturgia veía a un ángel acompañándolo. Un día, sus dos discípulos vieron que en el Santo Altar había otra persona. Asombrados, se pusieron a observar con detenimiento al desconocido. Se confundieron. ¿Quién era esa cuarta persona en el Altar? Cuando la vieron por primera vez, dijeron: “Somos cuatro. ¿Cómo es posible?”. “¡Silencio!”, respondió San Sergio, “más tarde hablaremos de ello. Es el santo ángel que Dios me ha enviado. Viene cada vez que oficiamos la Liturgia, y me sirve” [3].

Esta es la grandeza que nos rodea. Todo esto nos lo revela Santiago en su Liturgia. Por eso es que empieza con la Pequeña Entrada. Una vez entraba, decía: “¡Paz a todos!”, hacía la Pequeña Entrada y después la Entrada Mayor. Cuando viene el momento de la Gran Entrada, el sacerdote levanta sus ojos al cielo y lo celestial desciende a la tierra. Y vienen los querubines, los serafines y la Santísima Trinidad. Y es que Dios le da al sacerdote la potestad de tener los derechos de Jesucristo. Lo qie hace Cristo, porque Él no está presente de forma visible, se lo confía a los sacerdotes. Y el sacerdote es, en el Altar, como un emperador, pero no uno que gobierna personas, sino ante todas las legiones de santos y ángeles. Muchas veces, nosotros nos sentimos cansados y agobiados. Sin embargo, los santos y los ángeles jamás le dicen “no” al sacerdote de Dios, especialmente en la Divina Liturgia.

Así pues, amados hijos, esta es la grandeza que nos revela Santiago. Su Liturgia es un don muy grande. Nadie es digno de semejante grandeza. Nadie puede hacer nada sin Dios. Dios hace todo y nos lo presenta ante nosotros y ante nuestros corazones.

Les hablamos a los santos y ellos vienen a nosotros. ¿A cuál santo amas más? Ese es precisamente el que viene a ti. ¿A cuál de ellos invocas? Ese será el que acudirá en tu ayuda. Por eso es que decimos: “Te agradecemos, Señor y Dios nuestro, porque has hecho que desciendan las legiones de los ángeles y a nosotros nos alzas al Cielo”. ¡Nos hemos hecho dignos de presentarnos ante el Padre Celestial! ¡Qué felicidad! ¡Qué gozo tan grande!

Pero, que cada uno piense: “¡Qué grande es este don, cuánto me ama Dios a mí, que soy un pecador!”. “¡Oh, miserable de mí, que he atravesado mi corazón! [4], sobre mí ha descendido Dios, y me da miedo morir”, dijo Isaías. Esto es lo que debemos decir también nosotros, cuando venimos a la iglesia. Debemos sentir temor y gozo. Debemos estremecernos, pero también nuestros corazones deben saltar, porque abrazamos a Dios y Él nos abraza a nosotros.

Hemos venido, entonces, a la Liturgia. Que nada nos quite esta paz. Ante nosotros se encuentra presnte Dios. Dondequiera que dirijamos nuestra mirada, Él está aquí. Si no lo vemos no significa que no está presente, sino solamente que nuestros ojos no se han acostumbrado a verlo a Él. Nuestra Iglesia, al final de la Divina Liturgia, exclama: “¡Hemos visto la luz verdadera!”. Nuestros corazones la han visto. La hemos sentido profundamente en nuestra vida. Si los ángeles dijeron, para la Santísima Madre de Dios, cuando ascendió a los Cielos: “¡Oh puertas, alzad vuestros dinteles, alzaos, puertas eternas!” [5], “señores del cielo, ángeles y arcángeles, abrid las puertas, para que entre la Reina” [6], con mayor razón también nosotros debemos exclamar para el Señor Jesucristo, a los ángeles y los santos que nos llenan, nos observan, nos aman, nos protegen: Ángeles y arcángeles, “¡Alzad vuestros dinteles, que entre el rey de la gloria!” [7].

Veamos espiritualmente al Rey, para Quien hemos abierto los caminos, nosotros, pecadores, y digamos con el salmista: “Venid a adorarlo, hinquemos las rodillas delante del Señor, nuestro creador. Porque Él es nuestro Dios” [8].

(Traducido de: Despre Dumnezeu. Rațiunea simțirii, Indiktos, Atena 2004)

[1] Salmos 103, 4. Hebreos 1, 14.

[2] Maitines de San Espiridón el Milagroso, Sinaxario.

[3] Venerable Sergio de Radonezh, ed. I. M. Paraklitou, Oropos Attikis, 1991, p. 61-63.

[4] Isaías 6, 5.

[5] Salmos 23, 7.

[6] Vísperas de la Dormición de la Madre del Señor.

[7] Salmos 23, 7. Vísperas de la Ascensión.

[8] Salmos 94, 6-7.