¡Qué pecado tan terrible es el aborto!
El aborto es un pecado terrible. Es un asesinato, el más grave de todos. Los padres deben entender que la vida empieza ya desde la concepción.
Padre, una señora de cuarenta años, con dos hijos, se halla en el tercer mes de un nuevo embarazo, pero su esposo la amenazó con dejarla si no aborta al bebé...
—Si ella accede y aborta, los otros hijos pagarán por ese pecado, con enfermedades o desgracias. Actualmente, los padres matan a sus hijos, abortándolos, perdiendo así toda bendición de Dios. Antiguamente, cuando nacía un bebecito muy enfermo, lo bautizaban inmediatamente y si el niño moría, lo hacía como un angelito, protegido por Dios. Y sus padres y los demás hijos recibían la bendición de Dios. En nuestros días, los bebés que vienen sanos son sacrificados y se deja con vida a los que vienen enfermos, y después los padres corren a otros países a buscar cómo sanarlos. Y esto se vuelve como una cadena, porque esos hijos, en su momento, tendrán también hijos enfermizos. ¿Por qué, entonces, elegir cuáles habrán de vivir y cuáles no? Si los padres recibieran a todos los hijos que se les envían, no sufrirían tanto por uno solo, que está enfermo, aunque muera y se vuelva un angelito.
Padre, en algún sitio leí que, en todo el mundo, cada año se practican unos cincuenta millones de abortos y unas doscientas mil mujeres mueren por complicaciones en tales intervenciones.
—Matan a los niños porque, según dicen, si la población mundial crece mucho, no habrá alimentos para todos. ¡Pero hay muchísimas y enormes extensiones de tierra sin cultivar, que, con los recursos tecnológicos actuales, fácilmente podrían convertirse en plantaciones de olivos, por ejemplo, y otorgarse a quienes no tienen siquiera una pequeña huerta. Y no podría utilizarse como excusa de que para esto habría que talar muchísimos árboles, porque la reforestación es algo muy sencillo de hacer.
En algunos sitios de los Estados Unidos queman el trigo; aquí, en Grecia, se arrojan toneladas de frutas a la basura... y en África la gente se muere de hambre. Cuando en Abisinia (Etiopía) hubo una sequía terrible, le pedí a un amigo mío, un naviero que suele ayudar a mucha gente, que hablara con los grandes productores de frutas, esos que desperdician cantidades ingentes de comida, para que le regalaran esos remanentes, con tal de llenar un barco y llevárselos a quienes estaban sufriendo en aquel país. Pero no le quisieron dar nada.
Volviendo al tema, ¡miles y miles de embriones son asesinados cada día!
El aborto es un pecado terrible. Es un asesinato, el más grave de todos. Los padres deben entender que la vida empieza ya desde la concepción.
Una noche, Dios me permitió experimentar una visión terrible, que me convenció más de todo lo que estoy diciendo sobre este asunto. Era de noche, el martes de la “Semana luminosa” de 1984. Acababa de encender dos velas, como suelo hacer todas las noches, por aquellos que sufren física o espiritualmente. Y con esto me refiero tanto a los vivos como a los difuntos. A las doce, cuando estaba concentrado en mis oraciones, ví como un vergel muy grande, cercado, con unos sembrados de trigo que recién empezaban a brotar. Yo permanecía detrás del cercado y encendía velas por los difuntos, colocándolas sobre las vigas de madera de la valla. A la izquierda pude ver un lugar árido, lleno de fosas y despeñaderos, que parecía emitir un penetrante lamento, formando como un quejido interminable que provenía de miles de voces que sollozaban tan fuertemente que se te rompía el corazón. Hasta el más duro se habría conmovido escuchando aquel lamento. Preguntándome a mí mismo qué significaba todo aquello que veía y oía, distinguí una voz que me dijo: “El sembradío de trigo incipiente que acabas de ver, es el cementerio de las almas que van a resucitar. Y los lamentos que oíste provienen del sitio a donde van las almas de los niños que fueron abortados”. Al cesar aquella visión, me costó mucho reponerme del enorme dolor que me inundó el pensar en las almas de tantos pequeñitos. Recuerdo que ni siquiera pude dormir, a pesar de que había sido un día extenuante para mí.
Padre, ¿es posible que ocurra algo, de tal suerte que la legislación sobre el aborto sea suprimida?
—Puede que sí, pero tendrían que ponerse en acción el Estado y la Iglesia, informando a la población sobre las consecuencias de la baja natalidad. Los sacerdotes tendrían que explicarles a las personas que la legislación que permite el aborto es contraria a los mandamientos evangélicos. Los mismos médicos, por su parte, tendrían que hablarle a la gente sobre los riesgos que enfrentan las mujeres que se someten a esas operaciones. Veamos el ejemplo de los nobles europeos, que tienen hijos y les heredan sus rangos.
Nuestro pueblo solía sentir temor de Dios, pero esto se fue perdiendo poco a poco. Y esta es la herencia que reciben las nuevas generaciones; de ahí que aparezcan cosas como la ley que permite el abortlo y que ahora baste con casarse por lo civil. Cuando alguien infringe un mandamiento del Evangelio, responde por sí mismo. Pero cuando lo que contraviene los mandamientos de Dios se convierte en una ley estatal, Su ira asola naciones enteras, para enseñarnos.