¿Quién soy yo para juzgar a mi prójimo?
Reconociendo nuestros vicios y deficiencias, “considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo” (Filipenses 2, 3), se nos dará la Gracia que Dios nos prometió.
En vez de fijarnos siempre en las faltas y carencias de nuestros semejantes, regodéandonos algunas veces al juzgar sus actos e intenciones, sería mejor que nos centráramos en lo que hacemos nosotros mismos, y esforzarnos en evitar todo lo que pudiera ser causa de tentación para nuestros hermanos. Y es que usualmente tratamos con una gran superficialidad nuestros propios defectos, olvidando que, con nuestro torpe comportamiento, no sólo hacemos caer en tentación a nuestros hermanos más pequeños, sino que también estamos infringiendo la ley a la que estamos llamados a servir, cuando no cumplimos con esas normas que buscamos imponer a los demás.
Y es que no nos cansamos de juzgar a nuestros semejantes, pero cuando se trata de examinarnos a nosotros mismos, somos lo más indulgentes que podemos. Así pues, volvamos la mirada a nosotros mismos y juzguémonos sin piedad, porque sólo así seremos “libres de todo mal” (I Tesalonicenses 5, 22). De esta forma, sin llenarnos la boca con grandes discursos, pero utilizando nuestro propio ejemplo, podremos acercar al Señor a nuestros hermanos que han caído en alguna falta. Y entonces nuestra vida se convertirá en una homilía viva, más útil para nuestro semejante que una reprimenda o un consejo.
Reconociendo nuestros vicios y deficiencias, “considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo” (Filipenses 2, 3), se nos dará la Gracia que Dios nos prometió. Porque “Dios resiste a los soberbios, pero da la gracia a los humildes” (Santiago 4, 6).
(Traducido de: Fiecare zi, un dar al lui Dumnezeu: 366 cuvinte de folos pentru toate zilele anului, Editura Sophia, Bucureşti, p. 87)