¿Quién tiene la razón, Dios o yo?
Este es el punto de origen de todas las herejías e insurrecciones en el cielo y la tierra.
Si nos ponemos a pensar en la caída de Lucifer y en la del primer hombre, veremos que lo que les causó semejante perjuicio fue precisamente su propia voluntad, su desobedencia a Dios. Entonces, para llegar al sitio de donde cayeron los ángeles rebeldes y, después de estos, los primeros hombres, debemos renunciar totalmente a nuestra voluntad, que es desordenada y pecadora. Cuando oramos, decimos: “Hágase Tu voluntad, así en el cielo como en la tierra”. Pero, para poder hacer esto, debemos anular de tal forma nuestra propia voluntad, que si se nos ordenara —como a aquel monje del Paterikón— que plantemos una col con las raíces hacia arriba, lo hagamos sin dudar un segundo. Esta es la culminación de la renuncia a la propia voluntad y a la opinión personal.
Esta renuncia tiene un sentido muy profundo, porque sólo así podemos arrancar los brotes pecadores de nuestra pervertida voluntad, para darle a nuestro árbol espiritual la libertad de desarrollarse en la voluntad de Dios y dar frutos en el Espíritu. Y, al contrario, si no los arrancamos, toda la savia de nuestro ser se perderá en vano, alimentando vástagos indignos. Si esto sucede, además de permanecer infértiles, terminaremos rebelándonos constantemente contra Dios y contra los demás, creyendo que nuestro opinión y nuestra voluntad son mejores que las de Dios y las de los otros. Este es el punto de origen de todas las herejías e insurrecciones en el cielo y la tierra.
(Traducido de: Arhimandritul Paulin Lecca, Adevăr și Pace, Tratat teologic, Editura Bizantină, București, 2003, p. 94)