¡Reconozcamos el bien que nos hacen los demás con sus ofensas!
La dureza, la maldad y la ingratitud de los demás es lo más eficaz para desenraizar nuestra soberbia y hacer que germine en nosotros la sumisión a la voluntad de Dios, si, por supuesto, nos mantenemos en calma y actuamos con humildad.
Cuando los demás te juzguen, te insulten y te acusen, no pienses en lo injustos que son quienes así te señalan”, nos reocmienda San Nicodemo el Hagiorita, “Dios permite todo esto por tu propio bien, y tú mismo te estarás privando de él si te permites ser impaciente, irascible e intranquilo… Y no empieces a cuestionar por qué Dios permite que sufras así”.
A algunas personas, Dios les envía adversidades que no dependen para nada de los demás. A otros, son los demás quienes les causan aflicciones, y esto es más difícil de soportar. La peor de las situaciones es cuando los que te provocan penas son precisamente esos a quienes tú ayudaste alguna vez. Con todo, la dureza, la maldad y la ingratitud de los demás es lo más eficaz para desenraizar nuestra soberbia y hacer que germine en nosotros la sumisión a la voluntad de Dios, si, por supuesto, nos mantenemos en calma y actuamos con humildad.
Un poderoso emperador tenía un consejero muy sabio, quien solía responder a sus preguntas con una frase magistral: “¡Pase lo que pase, siempre será para bien!”. En cierta ocasión, participando en una partida de caza, el monarca perdió un dedo de la mano, al recibir un flechazo accidental. Como de costumbre, su consejero se esmeró en consolarlo: “¡Todo esto será para bien!”.
Sintiéndose ofendido, el emperador ordenó que encerraran al insolente consejero. Luego de algunas semanas, la herida sanó y el emperador decidió salir nuevamente de caza. pero esta vez quiso hacer algo distinto: como por capricho, dispuso adentrarse en el bosque y llegar a territorios desconocidos por él. El problema es que llegó a una zona habitada por una gran cantidad de fieras y también por algunas tribus salvajes, quienes, sin esfuerzo, tomaron como rehén al intruso.
Los salvajes, que además eran idólatras, decidieron sacrificar al monarca, presentándolo como ofrenda a sus divinidades. Después de desvestirlo y ungirlo con aceites aromáticos, lo tendieron sobre el altar, pero, inesperadamente, el gran sacerdote observó, no sin repulsión, que a la víctima le faltaba un dedo. ¿Cómo presentar una ofrenda mutilada a los dioses? Así, con gran pesadumbre, los salvajes dejaron que el monarca partiera sano y salvo.
Al volver a palacio, el emperador hizo que trajeran ante su presencia al consejero, a quien relató su aventura. “¡Tenías razó! Esto, en lo que a mí respecta. Pero ¿qué decir de ti? ¡Estuviste encerrado injustamente! ¿Acaso encuentras algo bueno en ello?”. “Indudablemente, estar encerrado fue de mucho provecho para mí”, respondió el hombre. “Si no me hubieras hecho encerrar, me habrías llevado de caza contigo y no sabemos qué hubiera pasado conmigo, porque a mí no me falta ningún dedo…”.
También yo conozco un episodio parecido, con un sentido semejante. De joven, un conocido mío fue contratado para trabajar en una fábrica como obrero “raso”, a pesar de que él soñaba con obtener un puesto de más “prestigio” y menos exigente: el de tornero. Por un motivo cualquiera, ese puesto fue concedido a otro muchacho de la misma edad que él. Mi conocido se sentía profundamente amargado, pero después de unas semanas ocurrió un accidente muy grave con el chico que utilizaba el torno, quien finalmente perdió una mano... (...)
De lo que antes llamábamos “mal”, a menudo saldrá un bien. Por ejemplo, un joven deseaba fervientemente convertirse en médico militar, y, al terminar la escuela. quiso entrar a la Academia de Medicina Militar, pero, habiendo reprobado los exámenes de admisión, su solicitud fue rechazada. Entonces, el muchacho lo intentó con la Facultad de Medcina General, donde sí fue admitido. Con el paso de los años, entendió que se había librado de ser enviado a misiones peligrosas en zonas de conflicto. Por tal razón, después de graduarse fue a agradecerles a quienes lo examinaron y no lo dejaron hacerse médico militar.
(Traducido de: Konstantin V. Zorin, Dacă puterile sunt pe sfârșite. Războiul și pacea omului cu el însuși, traducere din limba rusă de Eugen Tănăsescu-Vlas, Editura Sophia, București, 2015, pp. 93-96)