Palabras de espiritualidad

Reflexiones sobre la libertad

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

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El filósofo cristiano Nikolái Berdiáyev constata, con cierta tristeza, que la libertad no es para nada agradable a las masas de hombres. Estos, como en la Leyenda del Gran Inquisidor, están dispuestos a renunciar a una libertad auténtica por una aparente, pero que les ofrece pan y confort.

Si hay algo que el Señor respeta con santidad, en lo que respecta a nosotros, es el don de la libertad. Por eso, Él no abruma al auditorio con Su erudición cuando predica, ni recurre a Su omnisciencia sino en detrminadas situaciones, ni obra milagros solamente para impresionarnos, sino que aconseja, exhorta, reprende (cuando hace falta hacerlo), sana —por amor— “toda enfermedad y toda debilidad de la gente”, pero también pide discreción sobre estos hechos y jamás responde cuando se le piden “señales y milagros”. Hablándonos con parábolas, el Señor no hace sino respetar nuestra calidad de copartícipes de diálogo. Sin anular la distancia entre criatura y Creador, entre hombre y Dios, la parábola crea un espacio en el cual ambos se pueden encontrar como dos amigos que conversan tranquilamente. Dios se inclina hacia el hombre y le habla en su propio lenguaje para ser entendido. Y, con el relato que le ofrece, Dios le abre una puerta hacia un mundo diferente al que inspira la parábola, es decir, a la realidad del Reino de los Cielos. Atravesar esa puerta no depende solamente de Dios, sino también de cada hombre en particular.

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A Dios no lo puedes amar verdaderamente sino cuando eres consciente de la libertad de la que gozas y la cual ejerces como tal. Es una libertad que también incluye el derecho a rechazarla. Por respeto y por Su inmenso amor hacia nosotros, Dios siempre tratará de apartar de nuestra vida cualquier elemento que pudiera coaccionarnos o determinarnos a amarlo a Él. Y el “examen final” de la relación de amor con Dios es aquel en el cual nosotros asumimos nuestro estatus de personas; es decir, cuando nos asumimos plenamente y aceptamos el lugar que Él nos preparó, el de copartícipes en el amor. Esta conmensurabilidad del hombre con Dios, tema predilecto de la teología y de la filosofía cristiana contemporánea, es esencial para entender en qué consiste la dignidad del hombre y por qué este es la más excelsa de todas las criaturas.

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La libertad no puede ser entendida solamente como la simple elección entre el bien y el mal. La libertad de elegir entre algo y otra cosa, de irnos a la derecha o a la izquierda, es algo que depende de nuestro libre albedrío, pero no nos ofrece la verdadera dimensión de la libertad y no refleja la gravedad de la existencia del mal en el mundo. Los intentos de entender los significados más profundos de la libertad son extremadamente reducidos en la historia de la humanidad. El filósofo cristiano Nikolái Berdiáyev constata, con cierta tristeza, que la libertad no es para nada agradable a las masas de hombres. Estos, como en la Leyenda del Gran Inquisidor, están dispuestos a renunciar a una libertad auténtica por una aparente, pero que les ofrece pan y confort. “Así, la libertad ha sido deformada por completo y transformada en instrumento de sumisión; ha sido entendida exclusivamente como un derecho, como una aspiración de los hombres, cuando ella es más un deber. La libertad no es lo que el hombre le pide a Dios, sino lo que Dios le pide al hombre. Por eso, la libertad no es facilidad, sino dificultad, (es) un peso que debe cargar el hombre, lo cual raras veces es aceptado” (Nikolái Berdiáev en “Ensayo de una metafísica escatológica”).

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Dios nos respeta demasiado como para mantenernos “atados” a Él con un vínculo enfermizo, en un amor nuestro interesado o comparado, sin importar cómo. Él no desea que busquemos Su presencia solamente porque nos ha alimentado con pan y nos hemos saciado (Juan 6, 26) o porque estábamos enfermos y fuimos sanados. Nos abruma con muchos dones, pero después nos da la libertad, nos “libera”, “desaparece” de alguna manera de nuestra vida. Esta es también la primera señal (y más evidente) de que nos aprecia como personas, como compañeros de diálogo en igualdad de condiciones, como seres que tienen el derecho de ofrecer (o no) su amor a otros. No nos da señas de alejamiento porque no nos ame, sino que “se aparta”, precisamente porque nos ama demasiado y no quiere sofocarnos. Nos ofrece ese “margen de maniobra” para que podamos optar y tomar decisiones con toda la libertad del caso, no bajo la influencia de algún don, cualquiera que este sea.

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El hombre moderno tiende a responder únicamente ante su propia razón, y hace de esto algo digno de encomio. Pero sería mejor si esa razón fuera una iluminada, libre de cualquier impulso de pecado, si el hombre no fuera solamente racional, sino sabio también. Con discernimiento. Pero es que el hombre puede ser tan insolente, que, para justificar ciertas pasiones, ciertos defectos o incluso ciertas enfermedades espirituales (vicios), utiliza argumentos “racionales” y postula “principios de vida”, partiendo de su deplorable estado moral, de todo eso que lo domina y lo mantiene sometido. En vez de luchar para librarse de esas cosas, el “hombre actual” prefiere hacerse ilusiones, como si ese estado suyo fuera, de hecho, un triunfo de la libertad (la confusión con el libertinaje se ha convertido en un lugar común). Los “derechos humanos” y la “correctitud política” son aspectos manipulados frecuentemente para darle cierta “honorabilidad” a quienes viven entre graves pasiones y cometen pecados de los cuales se declaran “orgullosos”.

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