Palabras de espiritualidad

Relato de un milagro acontecido en dos momentos

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Me puse la estola. Tomé la Cruz y un pequeño Evangelio, mientras la anciana sacaba de un cajón algunos íconos de la Madre del Señor y de San Panteleimón, el milagroso. Empecé a leer las oraciones del caso, pidiéndole fervientemente a Dios por la salud de aquel chico.

«En esos días», relata el padre Teodoro, «vagaba como un bandido en la noche, sin saber en dónde pernoctar. Claro que algunas personas me acogían, pero ya estaba cansado de vivir de esa manera. En algun sitio escuché hablar del viejo monasterio ruso de Valaam, que se hallaba en territorio finlandés, no lejos de San Petersburgo. Deseaba llegar a aquel lugar, para venerar a San Germán y a San Sergio, y pedirles consejo espiritual a los stárets de allí. Me sentía, al mismo tiempo, entre deprimido y asustado. Sabía que si me atrapaban me ejecutarían, sobre todo si me capturaban en la frontera. Si eso sucedía, no tendría salvación. Si simplemente te mataran…  pero antes de hacerlo te torturaban de forma atroz. Con todo, decidí ir.

Fue necesario atravesar una ciénaga. Sabía que más lejos corría un riachuelo, ya sobre territorio extranjero. La noche era oscura, llovía a cántaros, y yo caminaba repitiendo algunas oraciones y recordando al padre Juan. A pesar de haber calculado bien la distancia y el terreno, el riachuelo no aparecía por ninguna parte. Me había extraviado. Me acurruqué debajo de un ciprés y decidí esperar hasta el amanecer, y que después pasara lo que tuviera que pasar. Luego de aproximadamente una hora, algo me despertó repentinamente: era el ladrido de un perro. Abrí los ojos y noté que el ladrido se oía cada vez más cerca. Aparentemente, el perro había seguido mi rastro y venía tras de mí. Sentí que la muerte me acechaba. Me arrodillé y sentí un dolor en el corazón, sabiendo que moriría sin haberme confesado. Me arrastré y busqué otro escondrijo. Pensé que eran mis últimos momentos de vida. En ese instante, oí que uno de los agentes que me seguían le dijo a otro:

—Probablemente es el espía que esperaban.

Me levantaron, me registraron por completo y me llevaron a una casa, no muy lejos. Al llegar, me arrojaron al sótano, vestido solamente con mi ropa interior. El teléfono sonó arriba, y supuse que alguien quería saber si me habían atrapado. Una hora más tarde, un vehículo con gente más importante llegó. La puerta se abrió y apareció un agente de la Cheká, bajo de estatura y completamente furioso, con unos ojos que parecían los de un animal salvaje.

—¡Bien, curita, te toca hablar! ¿Por qué tratabas de cruzar la frontera? ¿Quién te envió?

Me quedé callado. Dijera lo que dijera, no me creerían. Me puse a orar con la mente y le pedí a Dios que me permitiera morir pronto. Mi silencio encolerizó aún más al chekista, quien sacó un revólver y me gritó:

—¡Si no hablas te mataré ahora mismo!

Yo seguí callado. La mano con el arma se acercó rápidamente a mi rostro, apretó el gatillo… y la bala no salió. Apretó nuevamente el gatillo… nada. Montado en cólera, el hombre me dio una fuerte bofetada, blasfemando sin detenerse. Përdí el conocimiento…

Cuando me desperté me llevaban en un vehículo. Como me enteré después, me llevaban a la sede de la policía nacional en Leningrado, para ser condenado. Creían que yo era un criminal muy importante. Así fue como me trasladaron, enfermo y herido, y me arrojaron al calabozo. Como podrán imaginarse, aquel era el fin de mi vida. No había forma en que nadie pudiera salvarme.

Le pedía al Señor que se llevara mi alma antes de que me torturaran… Me quedé dormido y soñé al padre Juan. Se me acercó y me dijo con dulzura: “Querías sufrir por Cristo… ahora el Señor está cumpliendo tu deseo”. Me desperté sintiéndome mejor. El Señor me protegía y el padre estaba conmigo.

Pasaron varios días, no sé cuántos con exactitud. Finalmente, alguien vino a buscarme para ser interrogado. Como estaba muy débil por causa del dolor y el hambre, fue necesario que me llevaran arrastrado. Recuerdo que sólo alcancé a exclamar, completamente sin fuerzas: “Padre Juan, nunca me abandonaste mientras estuve vivo. ¡En la hora de mi muerte, pídele a Dios que no tenga miedo de Su justo castigo por mis graves pecados!”.

Me llevaron a una habitación y me sentaron a la fuerza en una silla. La ventana tenía unos gruesos barrotes y debajo de esta había una mesa con una montaña de papeles y una lámpara encendida, con una pantalla que cubría casi por completo el rostro del interrogador. Todo lo que podía distinguir era que no se trataba de una persona mayor. El hombre se puso a buscar entre los papeles y empezó a leer mi expediente. Durante unos minutos hubo un tenso silencio entre los dos. En un momento dado, sin alzar la vista, me dijo:

—¡Bien, anciano, dime toda la verdad! No te atrevas a mentir, porque de cualquier forma descubriremos todo. ¿Qué organización fue la que te envió?

Me quedé callado.

—¿Realmente crees que no te podemos hacer hablar? ¿No sabes en dónde estás?

Me persigné y dije:

—Sé que no va a creerme, pero nadie me envió. Estaba tratando de llegar al Monasterio Valaam, para retirarme a vivir allí.

Entonces, levantó la cabeza y me miró fijamente. Sentí sus ojos como armas afiladas dirigidas a los míos. Yo no podía desviar la mirada, como si alguna fuerza extraña me obligara a verle. Fue como si el tiempo se hubiera detenido. Todo a nuestro alrededor parecía como envuelto en una densa niebla. No podía pensar en nada, solamente sentía esa mirada atravesando la mía. ¿Cuánto duró esa extraña situación? No sé. ¿Un minuto? ¿Una hora? No sé. Reuní todas mis fuerzas y, con trabajo, comencé a orar. Repentinamente, aquella voz:

—Dime, anciano ¿estuviste en un pueblito llamado Trinidad, en el verano del año…?

Esa pregunta me sorprendió. Debo mencionar que en aquellos años tuve que vivir escondiéndome, después de que mi parroquia fuera destruida. Así, me tocó ir de pueblo en pueblo, buscando quien me acogiera. Oficiaba la Divina Liturgia, consolando a la gente, y lloraba con ellos por la pérdida del camino correcto en nuestro país. Las personas me amaban, turnándose para esconderme por algunos días, y el Señor me protegía.

Fue así como un día llegué al pequeño pueblo llamado Trinidad, en donde viví unas dos semanas. Eran buenas personas. Cuando estaba a punto de irme de aquel lugar —recuerdo que fue una noche de verano—, alguien vino a buscarme a la casa donde vivía escondido en el ático. Tímidamente, aquella persona me dijo:

—Padre, no sé cómo empezar… Se trata de un problema un poco fuera de lo común. El director de nuestra escuela es ateo, no cree en Dios y es un comunista a ultranza. Su único hijo se mantiene enfermo, tiene un problema en una pierna que cada vez empeora más… Tiene más de un año supurando. Lo han llevado con varios médicos, pero nadie ha podido ayudarlo. Sin embargo, la abuela del chico, que es una mujer muy buena y piadosa, madre de la difunta esposa del director, dice que todo esto es un castigo de Dios por los pecados del padre. Ella fue quien me envió, padre, para pedirle que venga a orar por el muchacho, aprovechando que el director de la escuela está de viaje. El problema es que no sé cómo llevarlo hasta ahí, porque la escuela se halla justo a un lado de la base militar. No quiero que le pase nada malo a usted.

No quería ir, pero, consciente de mi misión de sacerdote y de mi obligación de asistir a a quien me necesitara, me vestí y salí.

Afuera estaba esperándome la anciana, y juntos nos encaminamos a la escuela. La pobre mujer no dejaba de llorar, preguntándome si no estaba enfadado cn ella. Me dijo que su nieto era lo único que tenía en el mundo, que había perdido a su hija recientemente y que los médicos habían dicho que era necesario amputarle la pierna al muchacho. ¡Cómo se lamentaba la piadosa mujer! Finalmente llegamos a la escuela. Entramos. Ahí estaba el chico acostado en su habitación, demacrado y con fiebre. Una venda le envolvía la pierna enferma, de la cual manaba un olor muy desagradable. No pude evitar llorar de compasión.

Me puse la estola. Tomé la Cruz y un pequeño Evangelio, mientras la anciana sacaba de un cajón algunos íconos de la Madre del Señor y de San Panteleimón, el milagroso. Empecé a leer las oraciones del caso, pidiéndole fervientemente a Dios por la salud de aquel chico que tanto sufría. Este observaba todo en silencio, aunque de vez en cuando dejaba salir algún quejido de dolor, que para mí eran como lanzas que me atravesaban el corazón. Oramos, le di la Cruz para que la besara, le ungí la frente con mirra, lo bendije y, después de despedirme, volví a casa.

A la mañana siguiente, mis anfitriones me despertaron alarmados, porque la milicia me estaba buscando. Alguien les había dicho que yo estaba en el lugar. Afortunadamente, la casa en donde había estado viviendo quedaba a las orillas del pueblo. Así, puede escapar con rapidez. Posteriormente, alguien me contó que aquellas buenas personas que me habían tenido escondido fueron arrestadas. Esto me entristeció mucho, porque fue por culpa mía, que soy un pecador, que atraparon a aquellas inocentes personas. No los he olvidado y aún hoy sigo orando por ellos.

Todo esto me vino a la mente cuando el hombre que me estaba interrogando me preguntó si había estado en aquel pueblo llamado Trinidad. ¿Qué podia decir? ¿Negar y abandonar nuevamente a aquellas inocentes personas? “¡Señor, no me lo permitas!”, me dije.

—Así es. Yo estuve ahí.

—¿Estuviste también en la escuela?

Esta pregunta, afilada como un puñal, me dio a entender que ellos sabían todo de mí y que no tenía sentido intentar ocultar nada.

—Sí, estuve en la escuela.

—¿Y estuviste orando en ese lugar?

—Así es.

—¿Fuiste por tu propia iniciativa, o alguien te pidió que fueras?

—Una gran aflicción humana y el sufrimiento de una familia me llevaron a ese lugar.

Empecé a temblar cuando el hombre se levantó y se puso a deambular por la habitación como una fiera enjaulada. Solamente la luz del cigarrillo que tenía en la boca se movía de arriba a abajo entre sus dientes. Vi que la ira se iba acumulando en su interior y que en cualquier momento explotaría, en tanto que el miedo había desaparecido en mí, ahogado por el dolor y el debilitamiento. Sabía que me hallaba al final de mi vida. El hombre se detuvo un momento y se sentó en la orilla de la mesa.

—A ver, padrecito ¿te acuerdas que ungiste con mirra a un chico que estaba enfermo? ¡Ese chico era yo!

Me quedé atónito al escuchar esas palabras. Lo único que pude hacer fue empezar a orar otra vez.

—¿Ves, anciano, en dónde nos hemos vuelto a encontrar? Tienes suerte, porque te trajeron conmigo y te reconocí al hablar. Te daré un permiso para que abandones la ciudad inmediatamente. Después de eso, huye lo más lejos que puedas. Recuerda: no podré salvarte otra vez.

Esos son los desconocidos caminos de Dios Todopoderoso, Quien guía a los hombres al bien, si estos no pierden su fe en Él», dijo el padre Teodoro, terminando su relato.