Sabiendo conservar la Gracia
Las personas espirituales obran con sabiduría; así es como sanan a otras almas, las arrancan de las garras del demonio y las llevan a Dios.
La Gracia de Dios nos rebosa cuando acudimos a Él y a la Santísima Virgen María. Luego, mientras más cuidamos de nuestra propia mente, más grande se vuelve la devoción y la dulzura con que nos dirigimos a Dios.
Cuando, por el contrario, nuestra mente se dispersa por todas partes, la dulzura celestial y el gozo divino parten inmediatamente de nuestro corazón.
Por eso, alma mía, vigila que el amor divino no se vaya de tu corazón, por causa de tu distracción y dejadez. Procura mantener tu mente despierta todo el tiempo, para poder encenderte con las cosas celestiales.
No olvides, alma mía, que veniste al mundo como un angelito, aunque ahora hayamos envejecido. Todo llega a su fin, todo pasa como las sombras y los sueños, y no queda más que la virtud, que nunca envejece.
Ten cuidado, alma mía, para que no partamos sin estar preparados; mejor dediquemos tiempo a arrepentirnos, a confesarnos, a llorar, a sentir pesadumbre, a experimentar la compunción del corazón y a orar sin cesar, para que podamos ser parte de aquel banquete celestial. Por eso, no pierdas el tiempo en cosas inútiles.
Dichoso aquel que escucha el consejo de los experimentados, porque así es como podrá escapar de muchas aflicciones. Dichoso aquel que tiene profundamente enraizados en su corazón el temor de Dios y la invocación permanente de Su Santo Nombre. Cuando el monje menciona el Nombre de Dios, inmediatamente se disipa en él la lucha con las pasiones y los pensamientos impuros.
¡Anhela, alma mía, el temor de Dios! Evita juntarte con esos a los que les gusta hablar mucho, desperdiciando el tiempo de su vida.
En esto se diferencian los ciudadanos del Cielo y los de este mundo. Los ciudadanos del Cielo no se cansan de pensar en las bellezas del Paraíso y de buscar las cosas celestiales, por medio de la compunción de corazón.
Dios es su propio hálito y hacia Él se alzan, ardiendo en la llama de Su amor.
Dichoso aquel que evita la insolencia y las bromas, eligiendo la pesadumbre y las lágrimas, porque eleva permanentemente su mente hacia Dios, con agradecimiento, alabanzas y doxologías.
No juzgues a nadie, ni con tus palabras, ni con tus pensamientos, porque es muy sencillo pecar con suposiciones.
Mantén la guardia en alto, sin mezclarte en los asuntos de los demás y soslayando los pecados ajenos.
Procura, alma mía, que tu conciencia no tenga que reprenderte por nada. Si tu conciencia está en paz, tu interior será como un agasajo lleno de resplandor y felicidad.
Examínate a ti mismo, y di: “¿Es que hay odio en mi corazón en contra de alguno de mis hermanos, y debería reconciliarme con él? ¿Por qué ese hermano mío pasa a mi lado con gesto consternado? ¿Acaso tiene algo contra mí y tendría que enmendarme?”.
Si ves, alma mía, algunas cosas malas, que no dependen de ti, no pierdas la paz del corazón. Repite, más bien, en tu interior: “Si ya estuviera enterrado, ¿podría ver lo que ocurre afuera? Seguramente, no”.
De esta forma encontrarás consuelo y en tu interior habrá paz, alegría y gozo.
No te enemistes contra nadie, mejor muestra siempre tu amor a todos.
Alienta a quien lo necesite y no entristezcas a nadie con tus palabras.
Compórtate siempre con buena fe; que tus palabras siempre sean confortantes, y que de tus labios brote solamente leche y miel. Así es como librarás a otras almas de la muerte, porque una palabra suave ablanda almas, mientras que una palabra dura hasta al manso lo vuelve salvaje.
Las personas espirituales obran con sabiduría; así es como sanan a otras almas, las arrancan de las garras del demonio y las llevan a Dios.
(Traducido de: Sfânta Mănăstire Karakalu, Sfântul Munte Athos, Părintele Matei de la Karakalu, un lucrător tăcut al virtuţii, Editura Evanghelismos, p. 63-66)