Sentir la presencia como ausencia, o vivir con la añoranza del Novio
“Por mis pecados, Señor, todo esto está pasando. El pecado del mundo es también el mío”. Es el momento de ayunar con la añoranza del Novio, porque nos falta, allí, en el Cáliz, pero sin caer en la desesperanza.
El reciente Domingo de la Santa Cruz fue un momento tanto luminoso como complicado. Se oficiaba la última Liturgia al aire libre, con participación de los fieles, antes de que tuviéramos que aislarnos. La atmósfera era una amalgama: tenían lugar, de forma imperceptible, primero, un llamado y después, una elección. Todos estaban ante el Señor, unos sintiéndolo en el suave aire que los acariciaba, mientras buscaban una buena merienda para el camino, del mismo modo en que siempre lo hacían sus ancestros, en tanto que otros, los menos, buscándolo a Él impetuosamente, casi con agresividad y coraje, despejando así otro camino. Aunque en el mismo lugar, unos sentían una profunda alegría, mientras que los demás, afuera, buscaban desde la distancia algo duradero y seguro. Y, en todas partes estaba el Espíritu Santo, con Su oferta de paz para todos, consolando, abrazando y alumbrando, como al principio, una vida nueva.
Era un momento intenso, y precisamente por eso fue seguido de una cierta intranquilidad para aquellos que intuían el momento, pero les daba miedo sentirlo, aunque también para los demás, esos que lo sentían en su plenitud, a pesar de que les daba miedo perderlo. Ese temor, tanto en unos como en otros, fácilemente podía llevarlos a perder el gozo de la “Presencia”. Allí a donde viene el Señor, que es amor (I Juan 4, 8), el temor desaparece y se refuerza la confianza.
Lo que quedó después entre los creyentes —más allá de todo análisis y juicio— fue la pregunta: ¿y ahora qué haremos? Había aparecido algo nuevo, difícil de aceptar e imprevisible. Estaban acostumbrados a estar con el Novio y a que todo estuviera bien. Hasta entonces las iglesias habían estado siempre abiertas, se celebraba la Liturgia, tenían la posibilidad mística de participar de la mesa del Señor, incluso de alimentarse con Su Cuerpo... Pero ¿y ahora? Parecía que alguien les había arrebatado la Liturgia, que la Iglesia había sido atacada de nuevo, y ellos despreciados en sus necesidades religiosas. Y, en todas partes, el silencio de Dios. Un silencio muy grande...
Estábamos acostumbrados a la intimidad de Cristo en la Divina Liturgia y era buena esa costumbre. No era poca cosa “levantarse casi de madrugada” domingo a domingo con un propósito preciso: encontrarnos con Cristo y alimentarnos con Su Cuerpo y Sangre, sintiendo “qué bueno es el Señor”. Con temor y con amor, en un estado de lucidez y llenos de alegría, nos sentíamos un paso más cerca de la eternidad. La iglesia parecía vestirse siempre con sus mejores galas, como en la Pascua, y los que comulgaban salían transfiguradoss, participando a los demás lo que acababan de recibir.
Ese mismo era el estado de los discípulos cuando acompañaban al Señor por los polvorientos caminos de Palestina. No les faltaba nada, se sentían seguros, se sentían realizados. Su vida se parecía a una festividad permanene, como una boda, ya que el Novio estaba con ellos. Pero ese tiempo no era todo, todavía faltaba algo: “Días vendrán en que les será arrebatado el Novio” (Lucas 5, 35). Mientras festeja, nadie se pone a pensar en lo que podría suceder después. Y esto es normal, porque una alegría grande no suele anteceder a una gran preocupación. Y el Mismo Señor lo reconoció, aceptando que la tristeza y la austeridad del ayuno no tendrían cabida mientras Él estuviera entre Sus discípulos.
Los Apóstoles se sentía protegidos y a buen resguardo con la cercanía de Jesús. Cuando Él les hablaba de la venida de tiempos de sufrimiento y dolor, de Su propia ausencia, ellos parecían rechazar semejante posibilidad: “¡De ningún modo sucederá eso!” (Mateo 16, 22). Pero Su respuesta fue certera y contundente: “¡Tus pensamientos no son los de Dios!” (Mateo 16, 23). En ese momento, implícitamente, Cristo proclama una ley espiritual fundamental: Cualquier cosa que Dios haga o permita que suceda, no puede ser sino buscando el bien del hombre, porque Él todo lo hace por amor. “Habiendo amado a los Suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Juan 13, 1). Pero también les decía otra cosa: el amor significa tanto la alegría de la presencia como la añoranza en la ausencia. Y esta ausencia no significa en absoluto la falta de presencia. El Espíritu Santo era Quien habría de perpetuar esa Presencia. Y, desde el Pentecostés, Él es Quien nos trae a Cristo, nos da vida y nos consuela en el sufrimiento.
Más allá del caracter místico de la presencia en espera, considero que esta también expresa la experiencia humana en su forma más accesible. La capacidad del hombre de alegrarse con la presencia de otro es limitada. Tanto se acostumbra a la otra persona, ahora lo digo en términos negativos, que en algún momento deja de sentir gran cosa en su presencia, o al menos no como al principio. Y entonces necesita distanciarse un poco, talvez no en términos de espacio, de manera que pueda recuperar la alegría y la realización inicial que acompañaban a aquella presencia. Algunas veces las cosas no se aprecian bien cuando las tenemos cerca. Pero, en todo ese período de alejamiento, de “falta de”, el hombre empieza a sentir de forma aguda la presencia como ausencia, como dolor, como vacío interior, como frustración, todo acompañado de un espíritu de arrepentimiento: “En mi insensibilidad de antes no lograba experimentar al menos un poco el misterio de la presencia. ¡Señor, ten piedad de mí, pecador!”. Y acepta y asume ese estado, esprando la misericordia de Dios.
A partir de este punto empieza el Viernes Santo, entendido, no solo como silencio ante el sufrimiento y el sepulcro, sino como la espera de algo que es, pero no plenamente, como una añoranza de Alguien que es, pero que aún debe venir. Duele la ausencia, sí, pero la alegría del encuentro en ciernes que le acompaña se convierte en fuente de una espera fértil, en la esperanza misma. “¡Ven, Señor!” (Apocalipsis 22, 20)
Este año, el Viernes Santo comenzó antes de tiempo. Y creo que esta disposición de Dios es para nuestro propio bien. Es muy importante que asumamos el dolor de la ausencia, pero sin caer en el victimismo, sin revueltas innecesarias, sin drama, sino como algo que debemos vivir en el más natural espíritu de contrición. “Por mis pecados, Señor, todo esto está pasando. El pecado del mundo es también el mío”. Es el momento de ayunar con la añoranza del Novio, porque nos falta, allí, en el Cáliz, pero sin caer en la desesperanza. En las iglesias, en la Divina Liturgia, invocamos al Espíritu Santo sobre los dones, sobre los fieles presentes y sobre el mundo entero. Por eso, también los fieles que están en sus casas, permaneciendo en comunión con nosotros, se hacen parte de la oración eucarística y se vuelven servidores como nosotros. En consecuencia, es muy importante que todo aquel que ame la Liturgia, siguiéndola vía TV, o por internet, o escuchándola en la radio, participe física y espiritualmente como lo habría hecho en la iglesia, acompañado de los mismos gestos litúrgicos y de la misma concentración. De esta forma, la iglesia “física” se extiende, los hogares de los fieles se convierten en pequeñas iglesias y, finalmente, el mundo entero se une en Liturgia, haciéndose Iglesia. El Espíritu de Dios, al cual llamamos con nuestras oraciones, vendrá, así, sobre todo el mundo, como al principio.
Creo que nuestro Señor Jesucristo, con Su caracteristica delicadeza, nos ofrece este tiempo cual don para que lo extrañemos profunda y dulcemente, para que anhelemos mucho más todo lo que es Suyo, de manera que crezca nuestra esperanza de celebrar la Pascua con Él. Esta es la condición de la alegría presente, como amor perfecto: “Con ansias he deseado comer esta Pascua con vosotros” (Lucas 22, 15). “¡También nosotros ansiamos comer esta Pascua contigo, Señor!”.
† BENEDICTO (Bistrițeanul)
Obispo vicario de Vadu, Feleac y Cluj