Ser monje, en palabras de N. Steinhardt
El monje debe mantener al alcance aquella frase de Eugène Ionesco: “Siempre tenemos que estar preparados para perder todo en un instante”.
El monje es un soldado, con una actitud y una dignidad específicas. No olvidemos que somos siervos, “amigos” de un gran Señor, de un Caballero que nos heredó la discreción (cuando ayunamos, cuando oramos, cuando practicamos la misericordia), el perdón, la capacidad de olvidar el mal que se nos ha hecho, el noble poder de orar por quienes nos odian, la generosidad, el esfuerzo en las cosas de la pequeña contabilidad, de Aquel que, cuando Judas y otros se indignaron porque creyeron que se malgastaba una mirra de 300 dinares, los reprendió y les enseñó a diferenciar el sacrificio del malgasto, Aquel que llamó “amigo” a Judas, Quien no tembló ni balbuceó disculpas ante el sanedrín o ante la autoridad, Quien siempre dio y recompensó con holgura, abundantemente, don sobre don, por centuplicado o multiplicado por mil, Quien además multiplicó los panes, los peces y el vino, bendiciendo y amando toda aquella plétora.
Por definición, el monje no puede ser un avaro, un mezquino, o un asustadizo. El desarraigo y el desprendimiento son dos grandes virtudes monacales, a las que se suma, paradójicamente, el amor a la vida (es decir, a Dios) y la ausencia de temor ante la muerte (es decir, a la separación del alma del cuerpo). Quienes pertenecen a esta colectividad no tienen permitido lamentarse, ni quejarse, ni arrepentirse por los bienes perdidos. Al contrario, todo el tiempo deben mantener al alcance aquella frase de Eugène Ionesco: “Siempre tenemos que estar preparados para perder todo en un instante”.
El monje, desde luego, es también un hidalgo a su manera, ataviado como tal con el amor y el don de Cristo. Y no está de más repetir las palabras que (el escritor) O. Teodoreanu le dijo al otrora clérigo Damian Stănoiu (quien se había indignado al ver que los libros de Pastorel —seudónimo de Teodoreanu— tenían un lugar preferencial en la vitrina de una librería): “El arte, Señoría, Reverendo Padre, es una nobleza”. Lo mismo sucede con el monaquismo: ¡es una nobleza!
(Traducido de: Nicolae Steinhardt, Dăruind vei dobândi, Editura Dacia, 1997, pp. 302-303)