Palabras de espiritualidad

Ser sacerdote

    • Foto: Constantin Comici

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¿Qué tienen en común aquel hombre y nuestro Señor Jesucristo? La bondad. Entonces ¿por qué estás ante el Santo Altar? Porque eres hijo. Porque Cristo te ama con un amor intenso, abrumador, ferviente. Porque eres Suyo. Solo Suyo.

Es día de Liturgia. Es el día del Señor. Sobrecogido por una devota admiración, permaneces ante el Santo Altar, y a tus espaldas se halla la congregación de los fieles que han venido a la iglesia. A tu alrededor, la dulce y agradable fragancia del incienso, y el suave murmullo de los creyentes que sostienen en sus palmas el corazón del mundo —con todas sus arritmias— corre por todos tus miembros. Tus vestimentas sacerdotales reflejan el esplendor escatológico de los llamados a las bodas del Cordero, mientras los ángeles hacen volutas de luz al rodearte con su revoloteo, preguntándose los unos a los otros cómo es posible que una frágil brizna de carne pueda permanecer ahí sin abrasarse.

Y, en un momento dado, te ves exclamando: “Nadie que esté ligado por los deseos y placeres de la carne es digno de presentarse ni de acercarse a ti, ni de oficiar ante ti, Rey de la gloria”. Y, entonces, te preguntas:

—¿Qué hago aquí? ¿Por qué el Señor me puso a servirle de esta manera? ¿Por qué yo, y no otro con más virtudes? ¿Qué tengo de digno en mí, para permanecer ante el Crucificado y sostener en mis manos el cáliz y el disco, como si tuviera en mis manos el universo entero, como si se tratara de una sencilla manzana? ¿Por qué?

Un hombre sale de trabajar, extenuado después de una larga jornada de doce horas de esfuerzo continuo, impregnado de un olor que es una mezcla de metal y gasolina. De camino a casa, entra en una tienda y compra un trozo de pan caliente. Recibe el cambio, un billete de a 5, justo lo necesario para poder ir a trabajar mañana. Pero, cuando está por retirarse de la tienda, ve en un anaquel dos juguetes pintados con alegres colores y en su mente aparece el recuerdo de sus dos hijos, quienes le esperan con los ojos clavados en la manija de la puerta. Nuestro hombre, entonces, olvidándose de que mañana no tendrá para pagar el autobús, compra los dos juguetes, los coloca delicadamente en la bolsa, junto al pan, y se pone en marcha. Es muy probable que mañana le toque caminar hasta el trabajo. Ese dinero era lo único que le quedaba. Respira profundamente y su corazón canta de júbilo, mientras su rostro se ilumina, porque sabe que está por traer una alegría a la vida de los demás.

Así las cosas, ¿qué tienen en común aquel hombre y nuestro Señor Jesucristo? La bondad. Entonces ¿por qué estás ante el Santo Altar? Porque eres hijo. Porque Cristo te ama con un amor intenso, abrumador, ferviente. Porque eres Suyo. Solo Suyo.