Palabras de espiritualidad

El amor que trasciende esta vida

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

A menudo juzgamos a los demás desde nuestra perspectiva de cómo son las cosas. Si no amamos a nuestro semejante, creemos que lo mismo hacen los demás. Sin embargo, un corazón amoroso y compasivo jamás se inclinará a presuponer el mal, ni a sospechar odio y ardid en el corazón del otro.

Lo que haya generado el alma en esta vida, amor u odio, es lo que se llevará consigo a la eternidad. Una prueba de que los difuntos que han amado verdaderamente en este mundo siguen haciéndolo aun después de morir, se nos presenta en la parábola del rico y Lázaro. En dicho texto, el Señor nos describe cómo el rico, hallándose en el infierno, se acordó de sus hermanos vivos, preocupado por lo que también ellos habrían de enfrentar al morir. Esto demuestra que todavía los seguía amando. Si es así, ¿cómo ha de ser el amor de los padres por los hijos que han dejado huérfanos? ¡Qué profundo debe ser, asimismo, el amor que sienten las mujeres y los hombres que mueren, por el o la cónyuge que les sobrevive! ¿Con qué amor angelical no han de seguir amando a sus padres los hijos que parten de esta vida? ¡Qué amor tan grande y sincero han de sentir los hermanos, las hermanas, los amigos o amigas, por aquellos que les han visto partir a la eternidad, y por todas las personas a las que les ha unido la fe cristiana!

El Santo Apóstol Pedro dice lo siguiente a sus amigos: “Considero un deber estimularos con mis exhortaciones mientras habito en esta tienda, que pronto abandonaré, según me ha manifestado nuestro Señor Jesucristo. Pero me esforzaré para que, en todo tiempo, después de mi partida, podáis tener presentes estas cosas” (II Pedro 1,14-15).

Así pues, incluso quienes se hallan en el infierno se preocupan por nuestra suerte, en tanto que los que están en el Cielo oran por nosotros. Si el amor es vida, lo cual es una verdad incontestable, ¿es posible creer que nuestros difuntos no nos siguen amando? A menudo juzgamos a los demás desde nuestra perspectiva de cómo son las cosas. Si no amamos a nuestro semejante, creemos que lo mismo hacen los demás. Sin embargo, un corazón amoroso y compasivo jamás se inclinará a presuponer el mal, ni a sospechar odio y ardid en el corazón del otro; un corazón que ama es capaz de ver un amigo incluso en aquel que le es opuesto. Por eso, quien dude del amor de los difuntos por los vivos está demostrando que tiene un corazón frío, en donde no arde la llama divina del amor, un corazón que no vive en espíritu y que está lejos de su Salvador, porque el Señor reunió a todos los miembros de Su Iglesia, tanto en la tierra como más allá del sepulcro, en un solo lazo de amor perpetuo.

(Traducido de: Părintele MitrofanViața repausaților noștri și viața noastră după moarte, Editura Credința strămoșească, Petru Vodă – Neamț, 2010, pp. 356-357)