El vínculo entre el arrepentimiento y la venida de la “Luz más grande” es uno de importancia. Es imposible ver tus propios pecados antes de ver la luz de Cristo. Así como nos lo muestra San Teófano el Recluso, mientras una habitación está a oscuras, no alcanzamos a ver la suciedad acumulada en ella. Pero si entra un poco de luz, podremos divisar hasta la más pequeña partícula de polvo. Lo mismo pasa con la habitación de nuestra alma. Es imposible que puedas arrepentirte antes de ver la luz de Cristo, porque sólo cuando Su luz entra en nuestra vida empezamos a entender nuestro pecado en verdad.

“El arrepentimiento”, dice San Juan de Kronstadt, “consiste en reconocer que existe una mentira en tu corazón”; pero no podrás percibir esa mentira, si aún no existe en tí el sentido de la verdad.

Retomando las palabras de E. I. Watkin, “El pecado es la sombra que deja la luz de Dios, cuando es recibida por una voluntad atada a cualquier cosa, oponiéndose a que el alma sea iluminada. Así pues, el conocimiento de Dios hace que en nosotros nazca la consciencia del pecado, y no a la inversa”.

Como decía el Anciano Matoi, “Mientras más se acerca el hombre a Dios, más pecador se ve”. Los Padres del desierto consideraban que nadie ilustra mejor esta ley espiritual, que el profeta Isaías (6, 1-5), quien empieza a ver al Señor en Su trono, y a escuchar a los serafines cantando, “Santo, Santo, Santo”; sólo después, exclama, “¡Ay de mí! ¡Estoy perdido, porque mis labios son impuros!”.

(Traducido de: Episcop Kallistos Ware, Împărăţia lăuntrică, Editura Christiana, 1996, p. 50)