Tengamos abiertos los ojos del alma y sepamos discernir las tentaciones
Para poder conocer la palabra de Dios, es necesario tener abiertos los ojos del alma y saber discernir las tentaciones incluso en sus más sutiles ataques; además, debemos estar preparados previamente por medio de la oración, por medio del esfuerzo y la meditación espiritual, por medio de la vida en los Sacramentos de la Iglesia y, sobre todo, por medio de la humildad y la obediencia al padre espiritual.
Para poder conocer la palabra de Dios, es necesario tener abiertos los ojos del alma y saber discernir las tentaciones incluso en sus más sutiles ataques; además, debemos estar preparados previamente por medio de la oración, por medio del esfuerzo y la meditación espiritual, por medio de la vida en los Sacramentos de la Iglesia y, sobre todo, por medio de la humildad y la obediencia al padre espiritual. Debemos tener humildad para refugiarnos en él, no sólo confesando nuestros pecados, sino también pidiéndole consejo y ayuda en nuestra lucha en contra de las artimañas del enemigo. El hombre humilde, aunque se engañe alguna vez, tiene un padre espiritual que le aconseja, lo corrige y lo protege. Al contrario, el orgulloso rechaza la ayuda y el consejo de los demás, siendo fácilmente engañado, creyendo que su error no es tal, confundiendo el exceso con el esfuerzo y la oscuridad con la luz.
Dijo el anciano Antonio, “Viendo las trampas del maligno por toda la tierra, me he dicho, '¿Quién puede, acaso, vencerlas?' Entonces, escuché una voz que dijo, '¡La humildad!'...” (Patericul, 7, Ed. Astir, Athena 1961, p. 2.). Mientras más preparados estemos para esta diaria lucha espiritual, mientras más limpios estén los ojos de nuestra alma, más fácilmente podremos entender y enfrentar los ataques del maligno.
La tentación siempre comienza con un ataque a nuestra mente, como nos lo dice San Juan Climaco. Nos ataca con un simple pensamiento o una imagen que se nos muestra por primera vez en la mente. Si nos oponemos y alejamos inmediatamente esa imagen, no existe ningún pecado. Por eso no debemos entristecernos y considerarnos culpables por culpa de los malos pensamientos, si los rechazamos, si no los retenemos. Pero si no rechazamos inmediatamente el ataque, entonces nos asociamos a esos pensamientos, es decir, dialogamos con ellos. Puede tratarse de una predisposición al vicio, llevándonos al pecado, o sin esa predisposición, sin hacernos pecar. A continuación la mente se dirige hacia ese pensamiento o imagen. Otro estado es la servidumbre a la que se ve sometido nuestro corazón, incluso a la fuerza, para cumplir con lo que el pensamiento o esa imagen le dicta, llevándonos a detenernos en ella durante algún tiempo. De manera distinta se juzga el estado de servidumbre durante la oración y en un tiempo diferente. Existe también un estado de lucha, cuando alguien pelea abiertamente con una fuerza igual en contra de la tentación y logra vencerla, o es vencido y la recibe. Así, la lucha se convierte en motivo de victoria o de condena. Y si finalmente tenemos un estado de vicio, porque hemos dejado que el pecado se incube en nuestra alma, llegamos a acostumbrarnos con él y avanzamos hacia él inexorablemente. Este último estado, el de cumplir con el pecado sin ninguna oposición, necesita de un arrepentimiento adecuado, de lo contrario la persona deberá enfrentar el castigo futuro para los pecadores. (Sf. Ioan Scărarul, Scara, Cuvântul 15, 73, Ed. Paraklitou, Oropos, 1978).
Junto a la oración, la humildad, el temor de Dios, premisas necesarias en la lucha espiritual, están también la paciencia y la perseverancia. Cada luchador debe saber que tendrá que enfrentar tentaciones de gran intensidad y por grandes intervalos de tiempo. De esta manera estará teniendo ocasión para conocer el atrevimiento de los demonios que nos crean ese sentimiento de exagerar la magnitud de las tentacioens, para llevarnos al umbral de la desesperanza, creyendo que no es posible luchar en contra de ellos. Vemos en la vida de San Antoio el Grande, cómo se encerró en una tumba al iniciar su vida monástica y allí fue atacado por distintos demonios que se le mostraban bajo diversas apariencias, intantando despedazarlo. Pero él, armado con la fe en Dios, les decía, revelándoles su mentira, “Si hubieran recibido por parte de Dios la potestad de matarme, no necesitarían reunirse tantos, porque sólo con uno de ustedes sería suficiente para conseguirlo”.
Los demonios, sea con imágenes, sea por medio de otras personas, nos lanzan tentaciones, con el atrevimiento que les caracteriza, mostrándonoslas como si fueran insuperables, invencibles. Pero el creyente, armado con la virtud de la valentía espiritual, no se asusta, no se tambalea, ni se deja atraer por la imagen del enemigo, sino que desprecia y rechaza las tentaciones, avanzando en su vida y orando, con toda su esperanza puesta en Dios, Quien nunca lo defraudará ni decepcionará.
(Traducido de: Arhimandritul Tihon, Tărâmul celor vii, Sfânta Mănăstire Stavronichita, Sfântul Munte, 1995)