Palabras de espiritualidad

“¡Tengamos esperanza!” (Carta pastoral de Navidad, año 2021, por S.A.E. Teófano, Metropolitano de Moldova y Bucovina)

    • Foto. Silviu Cluci

      Foto. Silviu Cluci

Por amor a los hombres, Dios nace como hombre para liberar a la humanidad del temor, la incertidumbre, la muerte. Dios asume el sufrimiento de todos los hombres y lo vive por medio de la Cruz, venciéndolo con Su Resurrección. Al hacerse discípulo de Cristo por medio de los Sacramentos y una vida pura, el hombre recibe la fuerza necesaria para aceptar el sufrimiento, para no dejarse abrumar por el temor, para alcanzar la verdadera libertad y enfrentar con brío la perspectiva de la muerte misma, sabedor de que el sentido de su existencia se realiza en la comunión eterna de la vida divina.

† TEÓFANO

Por la Gracia de Dios, Arzobispo de Iaşi y Metropolitano de Moldova y Bucovina.

Amados párrocos, piadosos moradores de los santos monasterios y pueblo ortodoxo de Dios, del Arzobispado de Iaşi: gracia, alegría, perdón y auxilio del Dios glorificado en Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Amados hermanos sacerdotes,

Venerable comunidad monástica,

Amados niños,

Cristianos ortodoxos,

“No tengáis miedo, pues os anuncio una gran alegría” (Lucas 2, 10)

Estas son las palabras pronunciadas por el ángel del Señor a los pastores de la región de Belén, en aquella santa noche. Cristo nace del Espíritu Santo y de la Virgen María en un humilde pesebre. Los pastores son animados a no temer. Al contrario, se les pide que vayan al pesebre y adoren al divino Niño, lo cual habrá de llenarlos de una inefable felicidad.

¿De qué felicidad se trata? Los pastores —símbolo de los hombres desde siempre— son llamados a regocijarse por el descenso de Dios a la tierra. Por amor a los hombres, Dios nace como hombre para liberar a la humanidad del temor, la incertidumbre, la muerte. Dios asume el sufrimiento de todos los hombres y lo vive por medio de la Cruz, venciéndolo con Su Resurrección. Al hacerse discípulo de Cristo por medio de los Sacramentos y una vida pura, el hombre recibe la fuerza necesaria para aceptar el sufrimiento, para no dejarse abrumar por el temor, para alcanzar la verdadera libertad y enfrentar con brío la perspectiva de la muerte misma, sabedor de que el sentido de su existencia se realiza en la comunión eterna de la vida divina.

Cuando la Natividad de nuestro Señor Jesucristo tuvo lugar, algunos se alegraron, pero otros experimentaron una gran turbación. Los pastores —pobres y simples—, al igual que los Reyes Magos —ricos y sabios—, se acercaron con fe y amor a Cristo el Señor. Por el contrario, el rey Herodes y quienes pensaban igual que él se llenaron de agitación y desasosiego, y empezaron a hacer planes aviesos.

Actualmente, igual que entonces, los hombres entienden de diferentes formas la fiesta de la Natividad del Señor. Para los cristianos conscientes de la verdad redentora de la Encarnación del Hijo de Dios, la Navidad es un momento de profunda felicidad, de comunión con el Cuerpo y la Sangre del Señor, y de santa comunión con nuestros seres queridos y con todos nuestros semejantes. Pero también hay otros —y no son pocos los cristianos que pueden incluirse aquí— para quienes no existe ningún vínculo real entre la alegría de la Navidad y el acontecimiento mismo del Nacimiento de Cristo. Se ha ido generalizando cada vez más la tendencia de considerar la Navidad como un suceso casi exclusivamente comercial o desde la perspectiva de los obsequios, los convites y las “alegrías” estrictamente mundanas. No obstante, una celebración sin Cristo, sin una correspondencia con la verdadera razón y la verdadera fuente de la festividad, no es sino una manifestación ruidosa y superficial. Semejante actitud no consuela al corazón ni sana las heridas de la mente, sino que, al contrario, perturba el alma y la hiere profundamente.

Amados fieles,

Nos acercamos al final de un año muy difícil. A la preocupación por nuestra salud y la de quienes nos rodean se suma una nueva carga para nuestro cuerpo y nuestra alma. La pandemia ha venido a provocar, junto a la agitación cotidiana de antes, mucho más temor, más desesperanza y mucha más inseguridad en lo que respecta al día de mañana. Pareciera como si una gran desconfianza hubiera surgido entre las personas; han aparecido, también, otros motivos de división entre hermanos, además de los ya existentes hasta ahora. Por medio de aquellos seres queridos que han superado la enfermedad o han perdido la batalla contra esta, o a través de nuestra propia experiencia, hemos empezado a vivir la realidad de la muerte de una forma más intensa que antes de desatarse la pandemia.

Ante una situación como esta, las personas asumen distintas posturas. Hay quienes buscan dar o recibir una respuesta a los problemas de la vida con soluciones exclusivamente humanas. Así, se intenta resolver la situación solamente por medio de mecanismos que pertenecen a este mundo, dándole un carácter absoluto a cualquier procedimiento científico, médico, o administrativo. Para estas personas, acudir a Dios, a los Sacramentos o a la dimensión sanadora de la fe representa una actitud anticuada, retrógrada, perniciosa. Felizmente, también hay personas que, además de apreciar los legítimos recursos médicos, ponen, al mismo tiempo y, ante todo, su esperanza en Dios.

En su sabiduría divina, la Escritura nos dice que debemos respetar al médico y su labor: “Honra al médico en atención a sus servicios, porque también a él lo creó el Señor. Pues de Dios procede el arte de curar (…) La ciencia del médico le hace llevar la cabeza erguida y es admirado por los poderosos. El Señor creó de la tierra los remedios, el hombre sensato no los desprecia[1]. De esta manera, estamos llamados a cuidar nuestra salud como un don inapreciable, y a elegir, libremente y sin ningún tipo de coerción, el procedimiento que cada uno crea más adecuado.

Al mismo tiempo, la Santa Escritura nos demuestra que sin Dios no podemos hacer nada cierto, bello y sanador: “El Señor es mi roca y mi fortaleza; es mi libertador y es mi Dios, es la roca que me da seguridad; es mi escudo y me da la victoria” [2], decimos con el salmista David. Con esta convicción, el cristiano verdadero enfrenta las coyunturas más difíciles que surgen en su camino. La confianza en Dios es su alimento diario. Y así es como lucha en el campo de lo humano, pidiendo la ayuda de sus semajantes e intentando utilizar todo lo que humanamente es bueno para sí mismo y para sus seres cercanos, pero su esperanza total y definitiva está puesta únicamente en el auxilio de Dios.

Con todo, es triste constatar que incluso entre nosotros, los cristianos, hay una gran inclinación a confiar solamente en nosotros mismos y en los medios humanos para resolver los problemas, relegando la importancia de acudir a Dios. ¿Cuántos de nosotros recitamos con toda convicción las palabras del Salterio y las ponemos en práctica: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es el baluarte de mi vida, ¿ante quién temblaré?”? [3]. Tenemos que reconocer que muchas veces basamos nuestros pensamientos y decisiones en palabras aprendidas de la sabiduría humana y no en las “palabras aprendidas del Espíritu Santo” [4]. Por eso, desde la soledad de los Montes Apuseni, el padre Rafael Noica nos envía esta exhortación a volver a Dios  como respuesta original para todos los problemas que enfrentamos: “Es tiempo de que la Iglesia vuelva a lo que le concierne, para que nuevamente aprendamos a tener mucha más confianza en Dios que en las cosas visibles y ‘al alcance’, para apoyarnos mucho más en los medios de Dios que en los de este mundo, especialmente cuando dichos medios nos obligan a abrazar conductas meramente terrenales, apartando, así sea temporalmente, los mandamientos de Cristo” [5].

En esta difícil situación en la que nos hallamos, necesitamos entender que Jesucristo, Dios-Hombre, es la medida de todas las cosas; en Él “vivimos, nos movemos y existimos” [6] y en Él encontramos la respuesta a todos nuestros problemas. Muchas veces nos encontramos sumidos en “la noche del oscuro extravío” [7], de confiar solamente en nosotros mismos y en las estrategias de este mundo.  Con la Encarnación del Hijo de Dios amanece para nosotros y para el mundo “la luz del conocimiento” [8], es decir, la luz de la verdad, en lo que respecta a nuestra vida y la vida del mundo. El orgullo ha penetrado profundamente en las fibras de nuestro ser, convenciéndonos de encontrar en nosotros mismos la fuerza y los recursos necesarios para superar los momentos de angustia que nos toca enfrentar. “Tu corazón se llenó de arrogancia (…) corrompiste tu sabiduría a causa de tu esplendor”, dice Dios a través de la voz del profeta Ezequiel [9].

Necesitamos una mayor humildad en nuestra actitud ante las adversidades que hoy en día azotan al mundo. Asumir, con toda humildad, nuestros propios pecados y el pecado de los demás, nos lleva a un espíritu de responsabilidad por el estado decadente del mundo en que vivimos. Cada uno de nosotros es llamado a decir: los demás no son los culpables, tampoco el mundo lo es, sino que es mía la responsabilidad por el mal que hay en el mundo. Decía San Sofronio: “Un solo deseo ferviente tengo: transformar el mundo, transformando una sola persona… yo mismo”. En los momentos más difíciles en la historia de la humanidad, los justos no se distanciaron de los pecadores, sino que asumieron el pecado de los otros, sabiendo bien que no hay hombre que no yerre. Haciendo esto, atrajeron sobre todos el perdón y la misericordia de Dios. Hallándose en la esclavitud de Babilonia, tres jóvenes de vida pura oraron a Dios, diciendo: “Tú has ejecutado sentencias justas en todos los males que nos has mandado a nosotros y a la ciudad santa de nuestros padres, Jerusalén; pues Tú nos has tratado así conforme a la verdad y la justicia, a causa de nuestros pecados. Sí, hemos pecado, hemos obrado inicuamente alejándonos de Ti; hemos fallado en todo y no hemos guardado Tus preceptos, no los hemos puesto en práctica, ni hemos obrado como Tú nos mandabas para que todo fuese bien. Sí, en todo lo que has hecho caer sobre nosotros, en todos los castigos que nos has mandado, has obrado con perfecta justicia” [10].

Cristianos ortodoxos,

La Fiesta de la Natividad del Señor de este año no nos encuentra en una situación precisamente venturosa. Todos portamos más de alguna herida en el alma y en el cuerpo. Con todo, no tenemos que perder el equilibrio, porque podríamos caer presa del miedo y de un desmedido desasosiego. También en el pasado hubo momentos difíciles. Pero, gracias a su fe y su confianza absoluta en la Providencia de Dios, nuestros compatriotas pudieron salir adelante. También nosotros podremos dejar atrás todos los obstáculos que hoy se presentan ante nosotros. Como dice San Juan el Evangelista, “El que está en vosotros (es decir, Dios) es más grande que el que está en el mundo (es decir, la fuerza del mal, los virus, los enemigos, las intrigas, etc.) [11].

Con esta santa esperanza, salgamos al encuentro de las luminosas fiestas de la Natividad y el Bautismo de nuestro Señor Jesucristo. ¡Que los tradicionales villancicos nos alegren el alma! Y que la comunión con el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo nos llenen de consuelo espiritual y de fuerzas para la lucha que se presenta ante nosotros. Que el regocijo de la vida familiar o de la vida monástica nos sirva de fuente para el fortalecimiento espiritual, nos dé las fuerzas necesarias para vencer las tentaciones y nos infunda el valor de dar testimonio de nuestra fe. Que las oraciones por los enfermos y por quienes cuidan de ellos no falten en nuestro hogar, porque también nosotros necesitamos de las oraciones de los demás.

¡Viniendo con la bendición de un himno villancico al hogar de cada hijo e hija de la Iglesia de Cristo de Moldova, les deseo a todos que tengan unas fiestas con paz en la alegría del Señor y un Año Nuevo tranquilo, con salud y pensamientos puros! ¡Una gozosa Fiesta de la Natividad del Señor! ¡Por muchos y bendecidos años!

Orando a Dios por ustedes,

† TEÓFANO

Metropolitano de Moldova y Bucovina

 

Notas bibliográficas:

[1] Eclesiástico 38, 1-4.

[2] Salmos 17, 1-3.

[3] Salmos 26, 1-2.

[4] 1 Corintios 2, 13.

[5] Ierom. Rafail Noica, Cultura Duhului, Editura Reîntregirea, Alba Iulia, 2012, p. 170.

[6] Hechos 17, 28.

[7] Maitines de la Fiesta, cántico V, canon II, en la Menaia del mes de diciembre. Editura Institutului Biblic și de Misiune al Bisericii Ortodoxe Române, Bucarest, 2005, p. 440.

[8] Tropario del Nacimiento del Señor, en la Menaia del mes de diciembre, p. 436.

[9] Ezequiel 28, 17.

[10] Cántico de los tres jóvenes (Daniel 3, 26)

[11] 1 Juan 4, 4.