A ti te hurtaban, porque también tú hurtabas...
Sentiste como si te hubiera caído un rayo. Nadie te había llamado la atención sobre aquel aspecto.
«Todos los chicos que contratabas como vendedores te hurtaban. Y tú los despedías a todos, cambiando de personal una y otra vez. Contratabas a unos que venían con muy buenas recomendaciones, pero que luego resultaban ser también unos ladrones. Esta situación unas veces te frustraba, y otras te llenaba de desesperanza. Te quejabas amargamente con otros comerciantes, pero ninguno conseguía ofrecerte un consejo verdaderamente útil. Usualmente, te decían: “¿Qué más quieres? ¡Este es el mundo de hoy!”. Finalmente, Dios te envió un consejero apropiado. Vinieron a la ciudad unos monjes rusos, pidiendo ayuda para su monasterio. Una mañana, entraron a tu almacencito y conversaron largamente contigo. Finalmente, les contaste lo que pasaba con tus empleados. Mientras tú te lamentabas, uno de los monjes, el más anciano, te observaba en silencio. Cuando terminaste de enumerar tus quejas, el anciano dijo: “Conozco un remedio para tu problema”. ¿Cómo? ¿Cuál? “El remedio está en ti mismo”, dijo. “A partir de hoy, presta más atención a la forma en que pesas lo que compran tus clientes. ¡Ponles siempre de más, y verás cómo tus empleados dejarán de robarte!”.
Sentiste como si te hubiera caído un rayo. Nadie te había llamado la atención sobre aquel aspecto: a ti te hurtaban, porque también tú hurtabas. Sí, solías engañar a tus clientes, dándoles menos de lo que pagaban, y a ti tus asalariados te hurtaban. Esto te hizo cambiar radicalmente. Empezaste a poner de más en la balanza, en favor de tus clientes. Un poco más de azúcar, un puñado de granos de café o de arroz... lo que fuera. Precisamente como hacían los vendedores de antes. Desde aquel día, el hurtó se fue de tu almacén».
(Traducido de: Sfântul Nicolae Velimirovici, Răspunsuri la întrebările lumii de astăzi, Editura Sophia, București, 2008, p. 11)