Todo lo que nos da la fe en Dios
En el fragor de la batalla, o enfrentando el dolor de la enfermedad y el sufrimiento, viendo la muerte acercarse, los hombres no se consuelan ni con la filosofía de Kant, ni con los versos de Goethe, ni con las cartas de Voltaire.
Un alma armada con la fuerza de la fe en Dios es invencible; no la pueden doblegar ni la furia de las persecuciones, ni la niebla de las dudas, ni las trampas de las tentaciones, ni los ventarrones de la incredulidad. El creyente es un modelo a seguir, una personalidad de carácter: amado, respetado y temido. Por eso, no tiene por qué asombrarnos que los más grandes sabios de la humanidad se hayan expresado de formas tan elogiosas sobre la fe en Dios y los fieles cristianos. Pero el valor de la fe en Dios se juzga especialmente por sus frutos y beneficios prácticos. La fe salva, y esto lo dice y lo cree todo el mundo.
Una sociedad constituida por hombres de fe es como una familia feliz, equilibrada y pacífica, libre de abusos y agitaciones estériles. Una sociedad de creyentes es una congregación de hombres morales, devotos y hermanados, tanto en el bien como en el mal. Aquel país cuyos habitantes son creyentes, es un lugar consolidado y próspero… En lo que respecta a las virtudes morales, es imposible comparar a los fieles con los incrédulos. El nivel de vida moral de los hombres de Dios siempre es superior al de los que se han apartado de Él. Ahí donde falta la fe en Dios, todo es vacilante; al contrario, ahí donde la fuerza de la fe en Dios obra por la virtud del amor, todo crece, florece y da frutos. Los hombres que confían en que Dios escucha, ve y sabe todo, trabajan de una forma determinada, y aquellos que han visto debilitarse o perderse su fe en Dios, lo hacen de una forma completamente diferente.
La fe en Dios nos reconforta y nos enaltece la moral, nos consuela y nos fortalece en los momentos más difíciles de la vida. En el fragor de la batalla, o enfrentando el dolor de la enfermedad y el sufrimiento, viendo la muerte acercarse, los hombres no se consuelan ni con la filosofía de Kant, ni con los versos de Goethe, ni con las cartas de Voltaire. En tales circunstancias, los pensamientos de todas las personas se elevan con las alas de la fe, buscando llegar a Dios, de Quien esperan auxilio, protección y consuelo. La fe en Dios desciende entonces al alma y se manifiesta como un bálsamo que alivia, da paz y vigoriza, llenando el alma de esperanza y paciencia, amparo y salvación, que son virtudes y poderes que traen ayuda y victoria. “Lo que la estrella polar es para los viajeros en sus caravanas, en la inmensidad del desierto; lo que es la brújula para los marineros y los exploradores, librándolos de encallar o de perderse; lo que es la luz del faro para una embarcación, en una noche oscura y brumosa; lo que es el timón para toda forma de transporte terrestre; lo que es el ancla para el buque, que, cuando la furia de las olas amenaza, es arrojada y salva a todos de una muerte segura, todo eso es la fe en Dios para el hombre, que, como una goleta, lucha contra las gigantescas olas del océano de esta vida”. (Ned. Georgescu)
(Traducido de: Ilarion V. Felea, Religia iubirii, Editura Reîntregirea, Alba Iulia, 2009, pp. 154-157)