Transformando nuestros estados psicológicos en estados espirituales
No debemos limitarnos al nivel de los sentimientos, sino que debemos explotar la energía que estos nos traen. Tomemos esa energía y dirijamos la mente a Dios, de acuerdo a nuestras necesidades, y oremos.
Anteriormente nos ha hablado de la humanidad de hoy, tan deseosa de placeres y confort. Así, ¿cuál es el lugar de los sentimientos en nuestra vida?
—Todos tenemos sentimientos, que en realidad son una expresión de nuestro “hombre viejo”, pero Dios nos pide desvestirnos de ese “hombre viejo” (Efesios 4, 22) y sus sentimientos. Luego, debemos convertir esos sentimientos, que son de naturaleza psicológica, en sentimientos y experiencias espirituales.
¿Cómo definiría los sentimientos?
—Por ejemplo, me sucede algo y, por causa de ello, siento una felicidad muy grande. Puedo vivir ese regocijo psicológicamente, alegrarme y sentirme completamente contento, o puedo transformar ese sentimiento de felicidad en una experiencia espiritual. Inmediatamente abro un diálogo con Dios y empiezo a agradecerle, de tal forma que, en vez de limitarse a un sentimiento psicológico, se convierta en una felicidad espiritual, una energía nacida de esa conversación con Dios. O si siento una tristeza profunda que me afecta de gran manera, porque, por ejemplo, mi mamá murió, o mi mejor amigo, o porque tengo que enfrentar cualquier otra dificultad, como le ocurrió a la profetisa Ana (I Samuel 1, 4-28), lo que debo hacer es utilizar la energía de esa tristeza, convirtiéndola en energía de oración ante Dios.
El padre Sofronio (Sajarov) solía decir que no es posible tener una verdadera vida monástica, si antes no aprendemos a transformar nuestros estados psicológicos en estados espirituales. ¿Y esto como se consigue? Dejamos que se nos acerque cualquier clase de energía, pero transformamos el pensamiento y lo volvemos hacia Dios para hablar con Él. Yo, por ejemplo, me acuerdo mucho de mi abuela, de lo devota que era, de cómo era la primera en llegar a la iglesia y la última en salir. De noche hacía algunas postraciones, mientras mi mamá la observaba a hurtadillas a través de la rendija de la puerta. Entonces mi mamá me decía: “Tu abuelita hace postraciones todo el tiempo”. Al recordarlo, me comprende una especial nostalgia. Pero no pasa nada: dejo que ese sentimiento venga, mas levanto mi mente hacia Dios y utilizo esa energía para lo que anhelo. “Los espíritus de los profetas están sometidos a los profetas” (I Corintios 14, 32), dice San Pablo. Así, vuelvo esa energía hacia mi estado de pecador y empiezo a orar por el perdón de mis pecados o por cualquier otra cosa, cambiando la dirección de mi mente, ofreciéndole algo distinto para que se enfoque en ello.
El padre Sofronio observa esa “transformación de la energía” en la vida de nuestro Señor. Él solía decirnos que el Señor no se detuvo a pensar en aquellos que habrían de cruficifarle, en esos que vendrían a apresarle en el jardín de Getsemaní, si eran romanos, judíos o griegos; al contrario, Cristo clamó a Dios, diciendo: “La copa que me ha dado el Padre, ¿no la he de beber?” (Juan 18, 11). Sabía que iba a ser crucificado, pero no pensaba en ello “psicológicamente”: “¿Pero por qué son tan desagradecidos estos hombres? ¡Si he hecho tantas cosas por ellos, tantos milagros para librarlos de sus enemigos! ¿Por qué ahora me crucifican injustamente?”. No descendió a ese nivel, sino que le habló al Padre: “¿Acaso no he de beber la copa de mi Padre?”. Lo mismo ocurre con nosotros: nos acechan toda clase de energías, positivas y negativas, de tristeza, trágicas, de placeres, nobles, etc. Pero no debemos limitarnos al nivel de los sentimientos, sino que debemos explotar la energía que estos nos traen. Tomemos esa energía y dirijamos la mente a Dios, de acuerdo a nuestras necesidades, y oremos.
(Traducido de: Arhimandritul Zaharia Zaharou, Lărgiți și voi inimile voastre, Editura Reîntregirea, Alba-Iulia, 2009, pp. 145-147)