Todos sabemos que el espejo refleja lo que tiene delante. Si lo dirigimos al cielo, será el firmamento lo que se proyecte en él. Si lo inclinamos hacia el suelo, será la tierra lo que reflejará.

Lo mismo ocurre con el alma del hombre. En ella se refleja aquello hacia lo cual la orientamos con amor. Si la dirigimos hacia Dios, el Rostro del Señor se mostrará en ella, por la acción del Espíritu Santo. Si la orientamos a las cosas del mundo, serán estas las que ocupen su faz.

Según la imagen que se refleje en su interior, será la sabiduría que adquiera. Si porta la imagen de Dios, amará al Señor y también a sus semejantes, por haber sido creados a semejanza de Él. Además, pensará solamente cosas espirituales y elevadas, despreciando las del mundo. Pero, si en su interior lleva la imagen de lo terrenal e irracional, sólo en lo mundano pensará, ejecutando lo que ofrezca placer a los sentidos y lo que pertenece a la naturaleza misma de los animales.

Pero nuestra fe te exhorta a “desvestirte del hombre viejo” y de su imagen animal, por medio de la contrición y la fe en Jesucristo, para buscar la Imagen de Dios y vestirte con ella, que es el atuendo más bello, más selecto y más especial que podría portar el alma.

Lo que hoy se refleje en tu alma se hará evidente en el Día del Juicio y, así, viendo en ti Su Imagen, el Señor te reconocerá como uno de los Suyos. Pero, de los otros, de esos que no tengan ese agradable reflejo, sino la imagen de lo animal y la fealdad del pecado, cual si fueran terribles fieras, Él se alejará, diciéndoles: “¡No os conozco!”, aunque estos le llamen: “¡Señor, Señor!” (Lucas 13, 25-27). 

(Traducido de: Sfântul Tihon din Zadonsk, Dumnezeu în împrejurările vieţii de zi cu zi, Ed. Sophia, Bucureşti, 2011, p. 97)