Un arrepentimiento sincero y la Santa Comunión nos libran de nuestras cadenas
“¡No teman! Conozco su contrición. ¡No hará nada malo!”, dijo el anciano con tranquilidad. De esta manera, le impartió la Santa Comunión al prisionero y después les sirvió de comer a todos.
El venerable Teodoro el Siciota (siglos VI-VII) provenía de una familia del poblado de Sición, en Anastasiópolis. Era hijo de una mujer de vida licenciosa, pero esto no fue óbice para que Dios lo hiciera morada Suya y, tiempo después, un respetado jerarca de la Iglesia. Habiendo servido durante largos años como obispo, Teodoro, que era un gran amante del silencio y la soledad, renunció a su cargo eclesiástico y se retiró a vivir como un asceta.
Un día, unos soldados le llevaron a un prisionero llamado Jorge, para que lo bendijera y le diera algún consejo espiritual.
Entonces, el padre Teodoro lo confesó, y el recluso, hecho un mar de lágrimas, le suplicó que también le impartiera la Santa Comunión.
—¡Por favor, quítenle las cadenas para que pueda darle la Comunión! —pidió el padre Teodoro a los soldados.
—¡No nos atrevemos, padre! Como usted mismo puede ver, es un hombre muy fuerte y robusto, y si en algún momento se le ocurre cometer algún desmán, no podremos detenerlo.
Entonces, el venerable Teodoro tomó en sus manos el Santo Cáliz, alzó los ojos al Cielo y empezó a orar. En ese momento, las cadenas del prisionero se abrieron y cayeron al suelo con estrépito. Los soldados se asustaron y corrieron a cerrar todas las puertas.
—¡No teman! Conozco su contrición. ¡No hará nada malo! —dijo el anciano con tranquilidad.
De esta manera, le impartió la Santa Comunión al prisionero y después les sirvió de comer a todos. Al terminar, los soldados le agradecieron al padre Teodoro y, encadenando nuevamente a Jorge, salieron y continuaron su camino.
(Traducido de: Minuni şi descoperiri din timpul Sfintei Liturghii, Editura Egumeniţa, 2000, pp. 21-22)