Un bello relato sobre la relación de un virtuoso monje con los animales
El padre Juan se inclinó hacia el animalito y le preguntó: “Pero ¿en dónde conseguiste esto? Seguramente lo robaste del huerto de algún otro monje… ¡y yo no como cosas robadas! Te pido que lo devuelvas al lugar de donde lo tomaste”.
El abbá Juan el Romano, discípulo del recordado Juan el Sabaíta, me contó lo siguiente: «Un día, estando nosotros en el Monasterio del Arsenal, vimos cómo de entre la vegetación aparecía un erizo grande, llevando a su cría, aparentemente ciega, entre la boca. Con toda confianza se nos acercó y colocó suavemente su retoño a los pies del anciano. Cuando el padre comprobó que el animalito efectivamente era ciego, lo tomó entre sus manos y le frotó los ojos con un poco de arcilla. En ese momento, el animalito abrió los ojos y pudo ver. El otro erizo, que era la madre del pequeñito, se acercó y besó las huellas del anciano en la tierra. Después, tomó a su cría y desapareció alegremente por donde había venido. Al día siguiente, ¡oh sorpresa!, la madre erizo volvió a visitarnos, esta vez trayendo una col muy grande. Conmovido, el padre Juan se inclinó hacia el animalito y le preguntó: “Pero ¿en dónde conseguiste esto? Seguramente lo robaste del huerto de algún otro monje… ¡y yo no como cosas robadas! Te pido que lo devuelvas al lugar de donde lo tomaste”. Llena de vergüenza, la eriza tomó la col y se la llevó, seguramente para devolverla a su legítimo propietario».
(Traducido de: Dimitrios G. Tsamis, Patericul sinaitic, Editura Deisis, p. 128)