Palabras de espiritualidad

Un breve pero aleccionador relato sobre lo que es la caridad

  • Foto: Benedict Both

    Foto: Benedict Both

Translation and adaptation:

El que da algo, a sí mismo se lo da. El que hace el bien, a sí mismo se hace el bien”.

Una mujer muy acaudalada tenía un solo hijo, al que amaba con todas sus fuerzas. Sin embargo, en su corazón no cabían el amor al prójimo y la caridad. Todos los necesitados que llamaban a su puerta implorando alguna ayuda partían con las manos vacías.

Un mendigo ya muy anciano venía con frecuencia a pedir limosna a la casa de la mencionada mujer y, aunque sabía que no recibiría nada, extendía la mano y decía:

—El que da algo, a sí mismo se lo da. El que hace el bien, a sí mismo se hace el bien.

Estas palabras solían enfadar mucho a la señora, quien cerraba la puerta con estrépito ante el anciano. Un día, incapaz ya de soportarlo, decidió librarse de él. Hizo un pan grande y hermoso, en el cual puso una fuerte dosis de veneno. Cuando vino el anciano, se lo dio con una sonrisa.

El mendigo, lleno de gratitud, tomó el pan y lo puso en su morral, mientras decía:

El que da algo, a sí mismo se lo da. El que hace el bien, a sí mismo se hace el bien”.

Al día siguiente, el hijo de la señora salió a cazar en el bosque contiguo a la ciudad. Al mediodía, una terrible tormenta se desató, acompañada de una fuerte granizada. Las ramas de los árboles se inclinaban por el peso de los trozos de hielo que caían de todas partes. El joven cazador pensó que lo mejor era buscar dónde protegerse. Sabía que era imposible tratar de volver a casa, porque la tempestad parecía no querer amainar. En ese momento se acordó de que a orillas del bosque vivía el anciano pordiosero. Corrió entre los árboles y en pocos minutos estuvo allí. Llamó a la puerta con desesperación, e inmediatamente le abrió el anciano, quien amablemente lo invitó a pasar y a sentarse en la única silla que tenía.

Con algunas ramas secas, el anciano encendió la hoguera, para ayudar al visitante a secarse y evitar que se resfriara. El joven se sentó junto al fuego, agradeciéndole a su anfitrión por todas sus atenciones. Pasaban los minutos y la tormenta no cedía. El muchacho comenzó a sentir un hambre apremiante, porque no había comido nada en todo el día y ni siquiera había logrado cazar una sola pieza. Viendo la agitación del muchacho y entendiendo qué es lo que sucedía, el anciano sacó de su morral el hermoso pan que había recibido esa mañana. Se lo tendió y le dijo:

—Come, hijo, y sacia tu hambre. Yo vivo de lo que me dan los demás. Y esto es lo mejor que puedo ofrecerte.

El muchacho aceptó entusiasmado y empezó a comer con avidez, pero al poco tiempo se sintió mal, y murió.

Cuando la policía y los médicos forenses hicieron los análisis respectivos, determinaron que el pan que había comido el muchacho estaba envenenado. Al ser interrogado, el anciano los condujo a la casa de la señora que se lo había dado.

Abatida por el dolor, la mujer confesó lo que había hecho. Justo en ese momento entendió aquellas palabras del anciano: “El que da algo, a sí mismo se lo da. El que hace el bien, a sí mismo se hace el bien”.

(Traducido de: Flori în calea tineretului, Ed. Sf. Mina, Iași, 2008, p. 17)

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