Un epílogo que en verdad no lo es
La muerte es un hecho inevitable y cierto. La muerte es un misterio.
En el culto de la Iglesia Ortodoxa rusa, durante las oraciones que preceden al inicio de la Divina Liturgia eucarística, las puertas centrales del iconostasio permanecen cerradas. Cuando empieza la Liturgia propiamente dicha, esas puertas se abren, permitiendo ver el Santo Altar, y el sacerdote que oficia pronuncia la bendición. Este momento esencial fue evocado por el príncipe Eugenio Trubetskoi (1863-1920) —importante filósofo ruso—, en las últimas palabras que pronunció antes de morir: “¡Se están abriendo las Puertas Reales! ¡Está empezando la gran Liturgia!”. Para él, la muerte no era una puerta que se cerraba, sino una que estaba por abrirse; no era un final, sino un principio. Como para los primeros cristianos, el día de su muerte fue, para él, el de su nacimiento.
Nuestra existencia puede compararse con un libro. La mayoría de personas considera que el texto real, el relato principal es la vida humana, en tanto que la vida futura —cuando se cree en su existencia, desde luego— es vista como un simple anexo. La actitud auténticamente cristiana es exactamente lo contrario: la vida de aquí es solamente un prefacio, la introducción del libro, y la vida futura es su principal contenido. El momento de la muerte no es la conclusión del libro, sino el comienzo del primer capítulo.
Sobre este punto final que, de hecho, es un punto de partida, debemos recordar dos aspectos tan evidentes que solemos olvidar con facilidad. En primer lugar, la muerte es un hecho inevitable y cierto. Luego, la muerte es un misterio. Debemos apreciarla con estos sentimientos opuestos: con sobriedad y realismo, por una parte, y con temor y asombro, por la otra.
(Traducido de: Episcopul Kallistos Ware, Împărăția lăuntrică, Editura Christiana, 1996, pp. 19-20)