Un milagro de San Gregorio Palamás
Esta fue la visión del hieromonje. Cuando se despertó, todo rastro de desesperanza, tristeza y dolor había desaparecido.
En un monasterio de Tesalónica, había un hieromonje experto en la lucha por alcanzar la virtud. Sin embargo, el piadoso asceta empezó a sufrir de un terrible dolor de cabeza que, luego de volvérsele crónico, llegó al punto de incapacitarlo para llevar una vida normal. Paulatinamente, su estado fue empeorando y llegó un punto en el que todos creían que aquel hombre de Dios moriría en cualquier momento. Con el auxilio de un médico, lograron que la dolencia cediera un poco, por un tiempo. Al comienzo, el dolor aparecía con poca frecuencia, dos o tres veces al mes. Con el paso del tiempo, no obstante, los síntomas del mal empezaron a aparecer más seguido y con más fuerza. Así pasaron siete años.
El enfermo parecía fuera de sí, según la forma en que se lamentaba y gemía por causa del dolor. De nuevo la muerte parecía inminente, pero esta vez el monje rehusó tomar algún medicamento. ¿Cómo era que aquella enfermedad le seguía aquejando después de tanto tormento? Convencido de que le quedaba poco tiempo de vida, el monje empezó a prepararse para partir de este mundo. Con suspiros y lágrimas, buscaba alcanzar la verdadera contrición.
Silenciosamente, se acusaba a sí mismo por su indolencia y sus faltas, pero también le llenaba de miedo no poder participarle a nadie la tristeza que le inundaba o pedirle que orara por la salvación de su alma. Entonces se acordó de un viejo amigo suyo, el ya difunto Arzobispo Gregorio Palamás. Se acordó de la santidad del prelado y de la forma como pastoreaba a su grey, tan lleno de la Gracia de Dios. Le dolía no haber estado presente cuando el justo Gregorio partió al Señor. Con todas estas meditaciones, se dijo: “Si hubiera estado allí, para escuchar sus últimas palabras y recibir su santa bendición, ese recuerdo me habría servido como protección y arma de defensa”.
Sollozando por su triste estado, el hieromonje se quedó dormido y tuvo una visión, misma que más tarde habría de relatar:
“Me hallaba en el altar de la iglesia de San Demetrio el Milagroso. Frente a la Santa Mesa estaba un jerarca muy luminoso, oficiando la Divina Liturgia. Me arrodillé ante él y le pedí que me diera su santa bendición. Sin embargo, él pareció no escuchar mi petición, por estar completamente concenttrado en la celebración de la Liturgia y tener toda su atención puesta en lo que estaba haciendo sobre la Santa Mesa. Luego de un instante, se volvió hacia mí y me puso la mano derecha sobre la cabeza, justo en el punto donde más me dolía. Después me hizo la Señal de la Cruz y de sus dedos pareció brotar un santo óleo con el cual me ungió también el rostro.”
Esta fue la visión del hieromonje. Cuando se despertó, todo rastro de desesperanza, tristeza y dolor había desaparecido. La migraña se había ido, esta vez para siempre. Sobrecogido, el monje se arrodiló y le agradeció con todo el corazón al Señor y a Su servidor, Gregorio.
(Traducido de: Viaţa şi nevoinţele celui între sfinţi părintelui nostru Grigorie Palama, Arhiepiscopul Thessalonicului, traducere de Constantin Făgeţan, Editura Egumenița, București, 2006, p. 122)