Un proceso que nos lleva a madurar espiritualmente
La verdadera fe es un diálogo permanente con la duda. Dios supera absolutamente todo lo que nosotros podríamos decir sobre Él. Nuestros conceptos intelectuales son ídolos que tienen que ser derribados. Para que sea plenamente viva, nuestra fe tiene que morir una y otra vez.
Una forma de muerte que todos enfrentamos algún día, es la experiencia del abandono. Por ejemplo, cuando solicitamos un puesto de trabajo y nos rechazan. ¡Cuántos jóvenes no atraviesan hoy en día esa forma de “muerte”! O cuando somos rechazados en el amor. Es como si algo verdaderamente muriera dentro de nosotros, cuando descubrimos que nuestro amor queda sin ser correspondido y que alguien más es el elegido o la elegida. Y, sin embargo, hasta esa forma de muerte puede ser fuente de una nueva vida. Para muchos jóvenes, una desilusión amorosa es el comienzo del proceso de madurez, el inicio en la vida adulta.
En segundo lugar, el duelo: la pérdida de un ser querido es una muerte que se siente en el corazón de quien le sobrevive. Tenemos la impresión de que una parte de nosotros se ha ido, que nos han amputado un miembro. Pero es que incluso el duelo, cuando es enfrentado y aceptado en lo más profundo de nuestro ser, nos puede hacer sentir más vivos que antes.
Para muchos fieles, la muerte de la fe —la pérdida, al menos aparente, de las certezas más profundas, en lo que respecta a Dios y al sentido de la existencia— es casi igual de traumatizante que la pérdida de un amigo o un compañero de vida. Pero también esta es una experiencia de muerte-vida por la que tenemos que pasar para que nuestra fe madure. La verdadera fe es un diálogo permanente con la duda. Dios supera absolutamente todo lo que nosotros podríamos decir sobre Él. Nuestros conceptos intelectuales son ídolos que tienen que ser derribados. Para que sea plenamente viva, nuestra fe tiene que morir una y otra vez.
(Traducido de Episcopul Kallistos Ware, Împărăţia lăuntrică, Editura Christiana, 1996, p. 23)