Los milagros son actos divinos que están más allá de la mente y la fuerza humanas. Son actos realizados en lo que puede verse, solamente con la fuerza de Dios, superando las leyes de la mente y de la naturaleza. Los milagros se realizan en momentos extraordinarios, determinados por el Creador, y buscan nuestra iluminación y enmienda, en pos de la salvación. Los milagros muestran la voluntad de Dios y nos explican Sus misteriosos caminos.

Dios es el primero y más grande hacedor de milagros, porque Él mismo es la fuente de todos ellos. Nuestro Señor obró en este mundo milagros sobre la naturaleza, sobre los hombres y sobre Él mismo. Él detuvo la tormenta en el mar, libró a Pedro de que se ahogara, convirtió el agua en vino, multiplicó los panes y los peces, sanó enfermos, resucitó muertos... Todo eso lo llevó a decir: “Si yo no hubiera hecho en medio de ellos obras que nadie hizo jamás, no serían culpables de pecado” (Juan 15, 24). De todos los milagros que el Señor obró consigo mismo, el más grande es Su Resurrección de entre los muertos. Todos Sus milagros vinieron a dar testimonio de Su procedencia y poder divino, tal como Él mismo declara: “Yo tengo un testimonio que vale más que el de Juan: son las obras que el Padre me encomendó realizar. Estas obras que Yo hago hablan por Mí y muestran que el Padre me ha enviado” (Juan 5, 36). También los elegidos de Dios y los que supieron hacerse agradables a Él obraron milagros, como aquellos por los cuales recibimos la Revelación divina: Moisés, Elías, Eliseo, Daniel, Jonás, los Apóstoles, y otros. Pero estos obraron milagros solamente con el poder de Dios, demostrando que tenían la fuerza del Espíritu Divino con ellos.

(Traducido de: Descoperirea dumnezeiască, Credința ortodoxă, Ed. Doxologia, 2009, p. 14)