Palabras de espiritualidad

Una confrontación espiritual con Cristo

  • Foto: Stefan Cojocariu

    Foto: Stefan Cojocariu

El encuentro de Cristo con la samaritana, tal como es relatado por el Santo Apóstol Juan (Juan 4, 4-26) —de una forma no tan distinta al de Jacob con el ángel del Señor (Génesis 32, 24)— es la presentación de algo parecido a un duelo.

Si el pasaje de la mujer cananea puede ser visto como volver a pasar un examen (muy severo), el de la mujer samaritana no es otra cosa que el relato de un duelo cruento y reñido.

La escena, como en el teatro clásico, muestra una total falta de utilerías infames. Todo ocurre al nivel de una confrontación espiritual, como en las tragedias de Corneille o Racine. Sólo están los dos, frente a frente, bajo el calor de un mediodía de verano, en el centro de un paraje despoblado, teniendo como único centro el pozo (y la presencia —invisible— del elemento agua, pronto será completada con la manifestación del Mismísimo Espíritu Santo). Dos caracteres, dos fuerzas, dos libertades. Cristo reconoció en la mujer que vino a traer agua, uno de esos temperamentos directos que eran dignos de ser provocados y vencidos por Él.

El encuentro de Cristo con la samaritana, tal como es relatado por el Santo Apóstol Juan (Juan 4, 4-26) —de una forma no tan distinta al de Jacob con el ángel del Señor (Génesis 32, 24)— es la presentación de algo parecido a un duelo. La analogía entre estas dos pugnas es impresionante: tanto Jacob como la mujer de Sicar tienen eso que los psicólogos llaman “personalidad marcada” (…). Cristo tiene que enfrentar (y vencer) a un ser vivo y fuerte, una mujer, una persona sagaz y empecinada, con un juicio bastante claro, un poco soberbia, irónica y perspicaz. El Señor la acepta tal como es, se somete a la táctica, las maniobras, las reglas, las pausas y los movimientos del duelo, pero también a Su gran ley no escrita, ante la cual todas sucumben: ¡vencer a cualquier precio!

Por eso es que el Señor procede, primero sin prisa, acentuando el aspecto espontáneo del encuentro, y parece que que probándose a Sí mismo, midiéndose, conociendo a su adversaria. Sólo al final, y después de discernir el punto vulnerable de su interlocutora —su situación matrimonial (Bien has dicho que no tienes esposo...)— dará (como un cirujano, aislando el absceso antes de cauterizarlo) el gran golpe, el golpe de gracia, uno que es irresistible: “Yo soy, el que está hablando contigo”.

(Traducido de: Nicolae Steinhardt, Dăruind vei dobândi, Editura Dacia, 1997, pp. 42-43)