Palabras de espiritualidad

Una lección para toda la vida

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

“Yo no rechazo a nadie. Pasaré a ver al enfermo, pero, atención, que no se les olvide que están tratando de hacer una broma con Dios”.

El padre Juan (de Kronstadt) solía visitar a la familia de C., un próspero comerciante de San Petersburgo. En la casa donde vivía C., también se hospedaban tres jóvenes estudiantes, quienes muy a menudo se burlaban de la popularidad que el padre Juan se había ganado con el paso de los años. Un día, se les ocurrió engañar al padre Juan y burlarse del poder sanador de sus oraciones. K., el más listo de los tres muchachos, fue a llamar a la puerta de la familia C. y les pidió que, cuando viniera el padre Juan, le dijeran que necesitaba hablar con él, porque uno de sus colegas estaba gravemente enfermo. El joven Vania tenía que hacerse el enfermo, en tanto que M. debía actuar como si fuera el hermano del enfermo y llorar desesperadamente junto a su lecho. Dicho y hecho.

Cuando llegó a la casa de C., el padre Juan escuchó a K., mirándole directamente a los ojos, y le dijo: “Yo no rechazo a nadie. Pasaré a ver al enfermo, pero, atención, que no se les olvide que están tratando de hacer una broma con Dios”. K. se quedó pensativo, pero, con todo, volvió a pedirle al padre que pasara a verlos. “Está bien, ahí estaré”, dijo el padre. Diez minutos más tarde, el timbre sonó. Vania se tendió rápidamente en la cama y empezó a gemir y lamentarse. K. corrió a abrir la puerta. El padre entró. K. lo condujo al lecho donde Vania se retorcía de dolor. El padre le hizo la Señal de la Cruz y empezó a orar: “Señor, obra con ellos según sea su fe… ¡Amén!”.

Se incorporó inmediatamente, se despidió y se fue. K. y M. lo condujeron a la puerta, apenas conteniendo la risa. Cuando el padre salió, los dos soltaron una sonora carcajada y volvieron a la habitación del supuesto enfermo. “¡Vania, Vania, levántate, el padre ya se fue!”. Pero esta vez el desdichado joven no estaba fingiendo. Se había quedado paralizado completamente. Su lengua, sus brazos, sus manos, sus piernas…no podía mover nada. Solamente el movimiento desesperado de los ojos daba a entender que no estaba muerto y que quería decir algo. Sus dos compañeros se quedaron atónitos. Llamaron inmediatamente al médico. Tres doctores muy conocidos vinieron a ver al muchacho esa noche y, después de examinarlo minuciosamente, concluyeron que la parálisis era permanente e irreversible. “¡Qué desgracia la que le sucedió a este pobre chico! ¡Tiene destruido el sistema nervioso!”, dijo uno de ellos.

Al día siguiente, los dos amigos tomaron el primer tren hacia Kronstadt. El padre Juan no los pudo recibir sino ya bien entrada la noche. Cuando le contaron al padre lo que había sucedido, él les respondió que no podía hacer nada por el infeliz de Vania. Después, los invitó a salir. Pero los dos chicos no se dieron por vencidos. Velaron toda la noche junto a la puerta del padre y, al amanecer, cuando el padre salió, se arrojaron de rodillas a sus pies, pidiéndole perdón. El padre los tomó del brazo y los ayudó a levantarse. Después, les ordenó que lo esperaran en la iglesia. Ahí, al finalizar la Divina Liturgia, los llevó frente al ícono de San Nicolás, y durante dos horas les explicó cuál había sido su error. Los reprendió por su insolencia de aquel día, demostrándoles que Dios no acepta las burlas. “¡Ahora, oremos!”. Al terminar de orar, les dijo: “¡Vayan con Dios y glorifíquenlo!”. Ambos muchachos sintieron como si alguien les hubiera librado de un enorme peso de encima, y partieron en paz.

De noche, al llegar a casa, Vania les abrió la puerta. “¡Vania! ¿Eres tú? ¿Estás bien?”. “Casi completamente sano”, respondió el muchacho. “Me duele la cabeza y todavía siento el cuerpo tullido”. Tiempo después, los muchachos habrían de constatar que, cuando el padre Juan oraba con ellos por su amigo, frente al ícono de San Nicolás, Vania empezó a moverse y su cuerpo fue perdiendo ese estado de parálisis. Y lo primero que pudo mover fue la mano derecha, con la cual se hizo la Señal de la Cruz.

(Traducido de: Pr. Ioan Andronic, Viața Sfântului Ioan din Kronstadt, Editura Doxologia, Iași, 2013, pp. 88-91)