Una necesaria exhortación a la humildad
Los méritos son como los perfumes, observa San Teófano el Recluso: el que se ha perfumado, no siente su propio aroma.
Desde este punto de vista, en las condiciones de dicha apreciación del comportamiento del hombre, ¿acaso es posible, admisible u oportuno algún gesto de orgullo o jactancia? Por el contrario, el sentimiento de la humildad más profunda, la más ínfima vanidad posible —con respecto a los méritos, cualidades y fuerzas propias—, la conciencia permanente de la propia indignidad e insignificancia de los éxitos obtenidos en la vida espiritual, esto es lo que aparece naturalmente en el hombre, lo que caracteriza al cristiano verdadero, y demuestra en él el verdadero gusto espiritual y el amplio horizonte de su entendimiento con relación a la perfección moral. A él no le interesa ver cuánto camino ha recorrido, sino cuánto le queda por delante. Y ante él se yergue el monte del Señor, la montaña del ascenso espiritual hasta el Cielo; ante él está la imagen de la perfección de Dios Mismo, a la cual el cristiano debe asemejarse. Ante esta imagen tan elevada, ¿no sientes, entonces, que eres infinitamente pequeño? Pero tú te comparas con otros, con hombres que son similares a ti... ¿Es que el grano de arena y la roca son tan diferentes en importancia, si los comparas con la inmensidad del globo terráqueo? ¿Acaso serías capaz de localizarnos en un mapa?
Tienes dones y méritos… ¿y estás preparado para admirarlos? De hecho, es muy posible que ni siquiera poseas tales méritos. Los méritos son como los perfumes, observa San Teófano el Recluso: el que se ha perfumado, no siente su propio aroma. Incluso en la vida del cuerpo encontramos algo parecido. Yo hablo ahora, y ustedes escuchan. Mienstas tanto, en cada uno de ustedes tienen lugar los más importantes procesos fisiológicos: la sangre circula, el cerebro, los nervios y los músculos están activos, los ojos perciben la luz y los oídos el sonido; además, se desarrolla el proceso de asimilación de los alimentos por parte del organismo y la utilización de todos los nutrientes ingeridos para convertirlos en grasa, músculos y tejidos. El aire entra en los pulmones y les da oxígeno, la sangre toma su color… Todos estos procesos representan lo más importante para el cuerpo; si cesaran por tan solo un minuto, podríamos morir. Pero ninguno de nosotros observa nada de eso. Lo mismo pasa con las más excelsas cualidades espiriutales del hombre. Quien las tiene, no las observa.
Supongamos que tienes unas evidentes cualidades mentales e imaginativas. “No puedo ignorarlas”, dices. No tienes más que observarlas y notarlas, porque están ahí. Sin embargo, piensa, ¿qué es lo que tienes en realidad? ¿Es algo de lo cual puedas jactarte? No puedes cambiar aspectos como tu estatura, tu sexo, o tu edad. Envanecerte por algo así sería igual a presumir de algo que no es tuyo. ¿No sería lo mismo que pretender gloria y recompensas por el hecho de que tus pulmones funcionan normalmente y respiran permanentemente el aire? Aunque cumplas con todo lo que se te ha encomendando —lo cual es francamente imposible—, acuérdate de aquellas palabras del Señor: “Vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer” (Lucas 17, 10), El solo hecho de ver el final de tu responsabilidad, obviando que esta no tiene límites, manifesta claramente tu insolencia espiritual. Y si te dejas atrapar por la soberbia, serás una completa nulidad moral.
(Traducido de: Cum să biruim mândria, traducere din limba rusă de Adrian Tănăsescu-Vlas, Editura Sophia, București, 2010, pp. 44-46)