Un discípulo del padre nos relató lo siguiente:

«En el verano de 1997, un grupo de oficiales del Ejército vino de visita al monasterio, y pidieron ver al padre Cleopa.

El padre los recibió en el cobertizo de su celda y los atendió con mucha amabilidad, pero muchos de ellos reían, bromeaban y hacían comentarios sarcásticos a las cosas que decía el padre. Como yo me hallaba sentado a su lado, no pude evitar sususrrarle al oído:

— Padre, mejor váyase a descansar un poco a su celda… es evidente que no les interesa lo que usted les dice.

—Espera un poco. Quizás alguno encuentre provecho en mis palabras.

Así que nos quedamos con ellos hasta que decidieron partir, eso sí, sin renunciar a sus comentarios e ironías.

Cuando nos quedamos solos, le pregunté al padre:

—¿Por qué decidió quedarse, padre? ¿No vio cómo se comportaban?

—Puede que para alguno de ellos mis palabras sean de provecho, respondió el padre, aunque entonces no entendí a qué se refería.

Algunas semanas después, un domingo, antes de que empezara la Divina Liturgia, alguien llamó a la puerta de la celda del padre Cleopa. Cuando abrí, vi que se trataba de un hombre de mediana edad, muy serio pero afable. Me saludó y me dijo que venía de una ciudad lejana. También me contó que unos quince o veinte días antes había venido con un grupo de militares, pero ahora quería hablar personalmente con el padre Cleopa. Este lo recibió en su celda, y conversaron largamente.

Sólo entonces entendí que el padre sabía para quién hablaba aquel día, y por qué no le molestó que los demás oficiales bromearan y se mostraran sarcásticos con él, porque hasta una sola alma es más valiosa que el mundo entero».

(Traducido de: Părintele Cleopa, Mânca-v-ar Raiul, Tipografia Multiprint, Iași, 2002, pp. 155-156)