Una y otra vez: aprendamos a renunciar al orgullo
El que es verdaderamente humilde no se enfada ni se entristece cuando es reprendido, porque se considera digno de toda reprobación.
No hay nada más peligroso y más oculto que el orgullo, dice San Tikón. El orgullo se esconde en lo más recóndito de nuestro corazón, y no lo podemos ver sin la ayuda de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios; por eso es que antes tendemos a reconocerlo en los demás que en nuestro propio interior. Otras pasiones, como la embriaguez, el desenfreno, la ratería, etc., son fáciles de reconocer, porque nos avergüenzan. Sin embargo, al orgullo no lo vemos. Ciertamente, aún no he tenido la oportunidad de conocer a alguien que reconozca, con toda sinceridad, que es orgulloso.
Muchos se reconocen pecadores, pero no soportan que los demás les digan que lo son. Esto demuestra que se llaman “pecadores” solamente con la boca, pero no con el corazón. Con su lengua quieren mostrarse humildes, pero su corazón carece de humildad. El que es verdaderamente humilde no se enfada ni se entristece cuando es reprendido, porque se considera digno de toda reprobación. No hay nada más difícil que librarse del orgullo; para esto se necesita del auxilio de Dios y de un gran tesón por parte nuestra, porque esta pasión suele enraizarse profundamente.
¿Vivimos holgadamente? Ese bienestar viene a nosotros con pompa y vanidad, despreciando y denigrando a nuestro semejante.
¿Caemos en desgracia? La víbora del orgullo se manifiesta entonces por medio de nuestro descontento, nuestras lamentaciones y hasta en nuestras blasfemias.
¿Queremos aprender a ser pacientes y mansos? El orgullo se rebela en contra nuestra como la soberbia del fariseo. En ningún lugar y de ninguna forma podemos librarnos de él. Siempre nos acompaña y siempre quiere dominarnos.
(Traducido de: Cum să biruim mândria, traducere din limba rusă de Adrian Tănăsescu-Vlas, Editura Sophia, București, 2010, pp. 113-114)