Palabras de espiritualidad

Unas palabras para quienes se creen libres de toda mancha

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

¡Oh, dichosos de nosotros (los “puros”), quienes no seguimos la senda de los pecadores! Así pensamos muchos de nosotros. ¡Pobres! Pero, hermanos y hermanas, detengámonos un momento y espabilemos. ¿No nos estaremos engañando?

Contaba un sacerdote misionero griego que, un día, cuando se dirigía a un pequeño poblado, cerca de Tesalónica, se encontró con un campesino que volvía de sus labores. Un poco para poner a prueba la paciencia de aquel hombre, el sacerdote lo saludó: “¡Buenas tardes, eh pecador!”. Al escuchar estas palabras, el campesino montó en cólera y respondió: “¿Yo, pecador? ¿De dónde sabe usted que soy un pecador? ¡Yo soy el mejor cristiano de esta zona y nadie puede reprocharme pecado alguno!”. Viendo que se estaba metiendo en un lío, el sacerdote trató de apaciguar al hombre, dirigiéndole algunas palabras amistoosas… pero fue en vano. El campesino no quiso escucharle y partió visiblemente enfadado. Más tarde, el sacerdote preguntó a los vecinos quién era aquel hombre, y supo que era el “alma” de todas las riñas y escándalos del poblado. Todos lo evitaban como si fuera una vaca que embiste a quien le sale al paso.

Quizá haya alguien a quien le parezca graciosa la actitud del campesino. Pero, si meditamos un poco, nos daremos cuenta de que casi todos pensamos como él. Aquel hombre, por el simple hecho de haberse casado legítimamente, estaba convencido de ser el mejor cristiano de todos.

También muchos de nosotros, monjes y monjas, que vivimos lejos de los microbios de la lujuria mundana, creemos que nos hemos apartado del pecado y que vivimos de forma intachable. Incluso si —por otro lado— llegáramos a igualar a Lucifer en orgullo, aunque superemos a Judas en la codicia, aunque seamos para nuestros semejantes como una vaca que embiste (por causa de la ira y la envidia), aunque devoremosla carne de nuestro hermano con la calumnia y las murmuraciones, aunque comamos sin medida y vivamos ociosamente (como unos simples cerdos, de los cuales yo soy el primero), en fin, sin extenderme más, aunque algunos (como yo) nos revolquemos en el fango de todas las iniquidades y sigamos el camino de los fariseos con nuestra hipocresía, aún así seguiremos considerándonos unas inocentes palomas, mientras no caigamos en pecado (es decir, mientras no “nos manchemos” con la lujuria del mundo).

¡Oh, dichosos de nosotros (los “puros”), quienes no seguimos la senda de los pecadores! Así pensamos muchos de nosotros. ¡Pobres! Pero, hermanos y hermanas, detengámonos un momento y espabilemos. ¿No nos estaremos engañando? Vayamos al principio del mundo y veamos: ¿estamos nosotros equivocados, o se equivocó la Escritura? ¿Es que Lucifer, el mayor de los ángeles, cometió lujuria (siendo que no tenía cuerpo), y sin embargo cayó del cielo junto con la tercera parte de los ángeles, convirtiéndose en demonios? ¿Es que su orgullo y su obstinación no constituyen un pecado? ¿Es que Adán y Eva, a pesar de no haber cometido pecado carnal, perdieron el Paraíso, y, con ellos, todo el género humano fue condenado a la muerte?

¿Acaso la gula y la desobediencia de nuestros primeros padres no son pecados tan graves como el desenfreno? ¿Y el castigo de Caín fue acaso por lujuria? ¿No fue más bien por la envidia que lo llevó a cometer el primer asesinato entre los hombres? ¿No es eso pecado? ¿Y la codicia de Judas, que lo llevó a vender al propio Señor, no es pecado? ¿Y las divisiones que han surgido en el seno de la Santa Iglesia, y las espantosas persecuciones que aún hoy no cesan, provienen acaso del pecado carnal? ¿Y el celo sin discernimiento, y el odio, no son también pecados? Es una realidad que todos los herejes y quienes han perseguido a la Iglesia han sido y son hombres muy devotos. Pero su celo carece de discernimiento, y por eso odian la verdad y blasfeman contra Dios.

Es más, hermanos, ¿acaso las guerras y la miseria que hoy azotan a la humanidad, provienen solamente del pecado carnal? El hambre de dominar a los demás y la ambición de los bienes ajenos, que empuja al hombre a luchar contra su semejante, convirtiéndolo en un ser más salvaje que las fieras, ¿no es un pecado igual de grave que la lujuria? Entendamos, pues, que antes del desefnreno y la lujuria hay otros pecados aún más graves y más difíciles de saner.

(Traducido de: Sfântul Ioan Iacob de la Neamț - Hozevitul, „Pentru cei cu sufletul nevoiaș ca mine...”Editura Doxologia, Iași, 2010, pp. 388-389)