¿Cómo puede decir alguien que tiene fe en Dios, al que acepta como Señor y Soberano de su vida, y al mismo tiempo seguir pecando?
Al hombre contrito se le impone absolutamente el cese de la vida contraria a su naturaleza, sin normas y principios, sin leyes. Nadie puede decir que está arrepentido, y al mismo tiempo vivir según las leyes contrarias a la naturaleza.
Sobre la contrición (prédica pronunciada por el abbá a unos estudiantes en la iglesia de San Gerásimo de Ano Ilision, Atenas)
«La vida contraria a la naturaleza, en la cual se encuentran todos aquellos que aún no han empezado a arrepentirse, es la ley de los apetitos. Después de la caída, el hombre perdió la simplicidad, perdió su personalidad, y ahí donde antes había sencillez, vino a instalarse la vileza y la perversión. Ahora se requiere de una lucha titánica para recobrar aquel sitio. No ahí a donde nos arrojan nuestros errados sentidos, nuestras pasiones y la ley del deseo, sino ahí donde reina la ley de lo estrictamente necesario y, aún más, ahí donde le agrada a Dios.
El profeta David, en los Salmos, describe la miseria de la vida contraria a la naturaleza del hombre caído, al cual, a propósito, llama “el hombre viejo”, y el Santo Apóstol Pablo completa “con sus pasiones y apetitos”. En otro momento, el mismo apóstol lo llama “cuerpo del pecado”. Este estado es llamado también “contranatural”. Es un estado que no tiene requerimientos fisiológicos, de esos que son necesarios para las leyes físicas de nuestra vida, sino que pretende la satisfacción de las pasiones irracionales, que no son leyes fisiológicas, sino leyes de la apetencia. Tal como el animal carece de razón para poder juzgar lo que le es estrictamente necesario, sino que reconoce solamente instintos, así termina también el hombre viejo, el hombre que se ha corrompido: busca solamente las leyes del instinto.
Luego, el hombre empieza a arrepentirse. Deja de pecar, de repetir los males a los que fue empujado cuando se hallaba bajo las leyes del apetito y sometido a las pasiones que había cultivado hasta ahora, viviendo lejos de Dios. Se aparta de todo ello y no lo repite más. Esta es la primera etapa del arrepentimiento. Al hombre contrito se le impone absolutamente el cese de la vida contraria a su naturaleza, sin normas y principios, sin leyes. Nadie puede decir que está arrepentido, y al mismo tiempo vivir según las leyes contrarias a la naturaleza. Porque, si hace esto, el Espíritu Santo dejará de ayudarle, y sin Él no es posible hacer nada. Como dice el profeta, “Dios no podría entrar en un cuerpo sucio por el pecado, y si entrara, saldría inmediatamente de él”. Dicho esto, lo primero que se le pide al que se arrepiente es dejar de pecar. Esto se le impone como un deber. Porque, si no empieza con esto, su contrición será inútil. Y es que el pecado de acción significa, prácticamente, negación. ¿Cómo puede decir alguien que tiene fe en Dios, al que acepta como Señor y Soberano de su vida, y al mismo tiempo seguir pecando? Esto es una negación absoluta. Y esa negación de Dios es justamente lo que provocó la caída. Es necesario recordar que, en la caída de las dos naturalezas racionales, la de los ángeles y la del hombre, no se negó directamente a Dios, sino a Su mandamiento: infringieron lo que Él quería, y así tuvo lugar la caída. Si, entonces, el hombre continúa quebrantando el mandamiento y viviendo de una forma contranatural, creyendo que ya se puede arrepentir, está en el peor de los engaños.
Cuando el hombre deja de pecar con sus acciones, tiene lugar el inicio de la segunda fase del arrepentimpiento. Empieza a sentir pesar por su miserable pasado. Con esto realiza dos cosas, a saber: primero, el penitente se covence a sí mismo de descubrir los medios por los cuales podrá efectuar su auténtico regreso a Dios; y, en segundo lugar, en este estadio intenta aplacar a Dios, para que se apiade de él, le borre la culpa y le perdone por ese pasado tan lamentable. Empieza a llorar y a sufrir, porque sabe que ha entristecido a Dios. Así es como se materializa el doble efecto de la contrición. El hombre, constituido por cuerpo y alma, en todo lo que decide, actúa por medio de esas dos partes suyas. Toma la decisión con su mente, y después la pone en acción de forma práctica con los miembros y los sentidos de su cuerpo. Lo mismo sucede con la contrición. Entristeciéndose, arrepintiéndose y pidiendo el perdón divino, el hombre llega a la contrición con su mundo espiritual entero. Y, con el trabajo práctico del llanto y el sacrificio, participa también el resto de su cuerpo. De este modo, cuerpo y alma, si bien pecaron juntos, juntos se arrepienten. Esto es lo que ocurre de forma práctica.
En consecuencia, cuando el hombre deja de pecar y prefiere llorar por sus pecados cometidos con anterioridad, prácticamente empieza a penetrar racional y lícitamente en la verdadera contrición. Si persevera en esto, en concordancia con lo que enseña nuestra Iglesia y participando en todos los sacramentos que esta nos ofrece, el don divino se le acercará, conociendo su sincero arrepentimiento, y lo fortalecerá. Así es como se mitiga la necedad y la fuerza de las pasiones, al igual que el mál habito adquirido por medio del pecado. Y el hombre empieza a dominar sus sentidos, de manera que hasta sus propias decisiones son más fáciles de aplicar y de poner en práctica. Por medio del llanto y la confesión frecuente ante Dios, su arrepentimiento se completa, y el don divino, que antes había huído por causa del pecado, regresa. Con todo esto, gracias al trabajo en conjunto con la Gracia y la participación de su propio libre albedrío, el hombre empieza a recuperar la personalidad que el pecado había destruido. Si sigue así, poco a poco verá cómo su mente se va iluminando, gracias al don de Dios. Además, cada vez le será más fácil conocer, juzgar y dejar de caer en el engaño. Y sus sentidos empezarán a someterse con prontitud a la mente. Si antes estos se imponían en él con su necedad y la atracción/seducción de las pasiones, forzando su mente a ceder ante cualquier exigencia irracional, ahora la mente es la soberana de los sentidos, amansándolos y convenciéndolos de someterse con docilidad a las leyes de lo estrictamente necesario, y no al apetito. Las pasiones, los engaños, los pretextos y los motivos que otrora lo esclavizaban y lo obligaban a traicionar la fe en Cristo, ahora son controlados con mucha más facilidad, precisamente porque ahora es él quien ordena. Si persiste en este modo de la verdadera contrición, con el auxilio de los misterios de nuestra Iglesia, ascenderá, del estado contranatural de los impulsos viciosos y de los apetitos, al nivel de lo natural. Y exactamente esto es lo que Dios le pide al hombre. Si, luchando, llega a este punto, habrá superado con paso firme el primer estadio de la contrición, mismo que recibe el nombre de “purificación” por parte de los Santos Padres».
(Traducido de: Cuviosul Iosif Vatopedinul, Mesaje athonite, traducere de Laura Enache, în curs de aparție la Editura Doxologia)