Nuestro prójimo es la aguja de la balanza que nos muestra, a cada instante, hacia qué reino nos inclinamos y de qué imagen o semejanza dejamos huella.

Cuando vivimos guiados por el mandamiento del amor a Dios, vemos al prójimo de otra manera; lo vemos con los ojos de Dios: no lo juzgamos, no lo condenamos, no lo maldecimos, no lo odiamos, no lo apartamos de nosotros. Al contrario, lo soportamos, lo esperamos y, sobre todo, lo comprendemos.

Para poder comportarnos así con él, debemos saberlo desde lo más profundo y antes de cualquier reacción inesperada, que él (sea quien sea), es también hijo de Dios, y que todos somos hermanos, hijos del mismo Padre.

(Traducido de: Ieromonahul Arsenie Boca, Vreau să schimb lacrimile voastre în bucurie, Editura Agaton, Făgăraş, 2014, p. 17)