Convidados terrenales, recompensa eterna
“Todos los días has convidado a tu mesa a Mis hermanos más pequeños. Esta noche, sin embargo, a Mí Mismo me invitaste. Por eso, en el Juicio futuro, escucharás que te dicen: Lo que habéis hecho con uno de estos pequeños Míos, a Mí me lo hicisteis”.
Un hombre muy rico acostumbraba a tratar con gran diligencia a sus invitados, y cada día llevaba nuevos convidados a su mesa. Un día cualquiera, invitó a cenar a un forastero al que vio pasando frente a su casa. Con él, entraron también otros desconocidos que pasaban por el lugar. Como era su costumbre, nuestro hombre fue a la cocina a traer una vasija con agua, para lavar las manos de sus invitados. Pero grande fue su asombro cuando, al volver al comedor, vio que no quedaba nadie. Todos se habían ido.
Esa misma noche, el Señor le habló en un sueño: “Todos los días has convidado a tu mesa a Mis hermanos más pequeños. Esta noche, sin embargo, a Mí Mismo me invitaste. Por eso, en el Juicio futuro, escucharás que te dicen: Lo que habéis hecho con uno de estos pequeños Míos, a Mí me lo hicisteis”.
Así pues, antes del Juicio, el Señor nos demuestra que, cuando es recibido por medio de Sus hermanos más pequeños, nos lo toma en cuenta como si lo hubiéramos recibido a Él Mismo. Por esta razón, no tenemos que descuidar la práctica de la virtud de la hospitalidad.
¡Qué grande, hermanos, es esta virtud, la de acoger a nuestros semejantes! Convidemos a Cristo a nuestra mesa, para que también nosotros seamos convidados al banquete eterno. Acojamos a Cristo, en la persona de nuestros hermanos, para que también Él, en el Día del Juicio, no nos reciba como si fuéramos unos extraños, sino que nos acoja en Su Reino como cercanos a Él.
(Traducido de: Proloagele, volumul 1, Editura Bunavestire, pp. 452-453)