Cristo asciende, elevando a los Cielos nuestra naturaleza
Elevándose a los Cielos nuestro Señor, no sólo se nos ha confirmado que somos poseedores del paraíso, sino que también hemos entrado en las alturas celestiales, en Cristo.
Los felicísimos apóstoles y todos los discípulos, apesadumbrados por Su muerte en la cruz e inseguros en su fe en la Resurección se vieron fortalecidos (cuando Cristo se les reveló) en la verdad, de tal forma que, cuando el Señor ascendió a las alturas, no sólo ya no experimentaron ninguna tristeza, sino que también se llenaron de felicidad (Lucas 24, 52). Y, en verdad, qué grande e indescriptible era el motivo de su alegría, cuando, frente a aquella santa multitud, se elevó, más allá de todas las legiones celestiales la naturaleza humana, dejando atrás a los mismos ángeles y arcángeles, hasta alcanzar el trono del Padre eterno y uniéndosele en Su gloria, por haberse unido en Él también la naturaleza del Padre.
Así pues, debido a que la Ascensión del Señor es también nuestro enaltecimiento, y ya que en donde precede la gloria de la cabeza, también hay esperanza para el cuerpo, ¡alegrémonos, amados mios, con una felicidad digna! Porque, elevándose a los Cielos nuestro Señor, no sólo se nos ha confirmado que somos poseedores del paraíso, sino que también hemos entrado en las alturas celestiales, en Cristo. Hemos ganado cosas muy grandes por medio de la insondable gracia de Cristo, aún más de lo perdido por la envidia del demonio. Porque a quienes el venenoso enemigo los echó de la felicidad de su primera morada, a esos, incorporados en sí mismo, el Hijo de Dios los llevó a la derecha del Padre, a Cuyo lado vive y reina, en la unidad del Espíritu Santo, Dios por los siglos de los siglos. Amén.