Palabras de espiritualidad

Cristo, el sol de nuestro firmamento

    • Foto: Stefan Cojocariu

      Foto: Stefan Cojocariu

Cuando se trate del maligno y sus siervos, debemos ser como “serpientes”; y, se se trata de Jesús y Su Evangelio, debemos ser como “palomas” y “niños pequeños": inocentes y sin ninguna maldad en el corazón.

Pongamos a Cristo, nuestro Señor, como un sol en el firmamento de nuestra alma. Así, Él vendrá a iluminarnos y a calentar la tierra entera de nuestra vida, que no tardará en dar frutos. Entonces, el sol del hombre viejo “se oscurecerá, la luna no alumbrará, las estrellas caerán del cielo y las columnas del cielo se tambalearán” (Mateo 24, 29). Tal fue el caso de San Antonio el Grande, quien, aun siendo indocto, superó ampliamente en sabiduría a los filósofos que alumbraban sus mentes solo con la “lámpara” y el “sol” de la ciencia de este mundo.

Y ya que no cualquiera puede alcanzar semejante nivel de sabiduría, cada vez que tengamos alguna duda, debemos acudir a los textos de los Santos Padres y a los siete concilios ecuménicos, que en nada se apartan del Evangelio de Jesús. Ellos deben ser nuestros primeros guías espirituales; y, en segundo lugar, esos “niños” a los que Dios les reveló la verdad secreta de los sabios. Entonces, cuando se trate del maligno y sus siervos, debemos ser como “serpientes”; y, se se trata de Jesús y Su Evangelio, debemos ser como “palomas” y “niños” pequeños: inocentes y sin ninguna maldad en el corazón.

Los santos, alumbrados por el Espíritu Santo, eran más sabios que las víboras del maligno, porque presentían y desbarataban todas las trampas del demonio, pero también eran más mansos que las palomas, porque cedían ante sus semejantes, amaban a sus enemigos y no se enfadaban ni odiaban a nadie.

En este aspecto, seguían fielmente el ejemplo de nuestro Señor, Quien, en lo que respecta al cuerpo y las cosas materiales, cedió hasta aceptar ser clavado en la Cruz, y en lo que respecta al alma y las cosas espirituales, fue de una intransigencia tal, que venció y conquistó al mundo.

(Traducido de: Arhimandritul Paulin LeccaAdevăr și Pace. Tratat teologic, Editura Bizantină, București, 2003, pp. 194-195)