Cristo vino a salvar esta “generación malvada y adúltera”
La renuncia de los adúlteros a su vida de pecado es igual de grande que la conversión de los paganos. En general, el desenfreno es considerado en las Escrituras como la suma de todos los pecados.
Cristo santificó todas las vías posibles para llegar a Él, sin hacer diferencia entre los que han vivido en castidad y los que lo buscan dejando atrás una vida de pecado. Aún más: no en pocas ocasiones encomió a estos últimos. Desde este punto de vista, es muy interesante cómo, luego de Su Resurrección, Cristo se le apareció primero, no al casto Juan, Su discípulo amado, ni a Su Santísima Madre, sino a una mujer que había sido prostituta: María Magdalena (Marcos 16, 9). Sobre esta mujer de Magdala, los antiguos libros de nuestra Iglesia afirman, con una sencilla contundencia, que es “la primera mensajera de la Resurrección y el primer testigo de nuestra perfecta salvación por medio de la Resurección”. Cristo, que antes había elegido una María Virgen para nacer de ella, esta vez eligió una María que había sido prostituta, para anunciar Su Resurrección de entre los muertos.
De alguna manera, esta mujer se convirtió para nosotros en la “madre de la buena nueva de la Resurrección”. Los mismos Apóstoles, que más tarde habrían de devenir en luz del mundo y que tenían el corazón cerrado ante la noticia de la Resurrección, creyeron que María estaba loca (Lucas 24, 11). Sin embargo, el corazón de una antigua prostituta estaba más cerca de Dios, y esto porque el gozo de la Resurrección debía ser anunciado no a un pueblo casto, sino a una “generación malvada y adúltera” (Mateo 16, 4), al que Cristo mismo reprendió y por el cual murió.
Es necesario subrayar la contribución de las prostitutas convertidas en la obra de nuestra salvación, partiendo de María Magdalena y hasta las santas mujeres de las que nos habla la tradición de la Iglesia. La muerte del Apóstol Pablo, el más grande predicador del cristianismo, del cual San Juan Crisóstomo dice que la Iglesia jamás tendrá otro como él, es una muestra de la importancia que Dios le da la conversión de los adúlteros. Pablo muere en unas circunstancias aparentemente indignas para un apóstol que fue “el que más trabajó en la difusión del Evangelio” (I Corintios 15, 10). Efectivamente, San Pablo no muere por haberse rehusado a presentar ofrenda a los ídolos, ni como Esteban, lapidado por una turba de judíos furiosos. Al contrario, Pablo elude constantemente esas ocasiones para el martirio. Él, que una vez huyó “bajando por la muralla en un cesto” (Hechos 9, 25; Hechos 14, 6), aunque, en sus propias palabras, “no me preocupa mi vida ni la juzgo estimable, con tal de acabar mi carrera y cumplir el ministerio que he recibido de Jesús, el Señor” (Hechos 20, 24), acepta en Roma una muerte extraña. Según algunas fuentes, el gran Pablo morirá por haber convertido al cristianismo a una de las mujeres del harén de Nerón.
La renuncia de los adúlteros a su vida de pecado es igual de grande que la conversión de los paganos. En general, el desenfreno es considerado en las Escrituras como la suma de todos los pecados; en el Antiguo Testamento, es entendido también como una forma de idolatría (Ezequiel 16, 20; Levítico 17, 7; Levítico 20, 5, etc.). Porque, el más terrible de los ídolos, al cual no hay persona que no le presente sacrificios, es nuestro propio cuerpo (Gálatas 5, 19- 21). Por eso, Cristo, queriendo abarcar todos los pecados de la humanidad, nos llama “generación malvada y adúltera”. (Mateo 16, 4).
(Traducido de: Ierodiacon Savatie Baştovoi, În căutarea aproapelui pierdut, Editura Marineasa, Timişoara, 2002; p. 15-18)