Cuando dos personas se encuentran
El verdadero amor (insisto, “verdadero”, porque también existe el amor aparente) no se da a cambio de algo (“Te amo para que me ames”, “Te amo porque me amas”). Este se pide que venga como un manantial de dones. De hecho, Dios es Quien ama por medio de nosotros. Nosotros sólo nos le unimos. Esto debe entenderse y asumirse.
Cuando dos personas se encuentran en verdad, es una fiesta. Los encuentros verdaderos, plenos, ¡son tan raros! Sólo Dios puede darte algo así. Tú sólo debes estar atento, permanecer en una espera activa, tener los ojos y los oídos abiertos, la mente clara y, sobre todo, un corazón puro.
Cada persona que nos encontramos es un llamado para nosotros, una pregunta y una prueba, enviadas por Dios. Se nos pide resolver los problemas que sucedan en cada encuentro, en las condiciones dadas. No podemos escapar después de muchos “y si hubiera...”. ¿Qué respuesta daremos en relación a los que nos hayan salido al encuentro? El día de Juicio se nos preguntará, sin duda, sobre lo que hicimos en esta vida, cuánto malgastamos y cuánto fructificamos, pero talvez más severamente se nos cuestionará sobre esos a los que Dios nos puso en el camino para acompañarnos y viajar juntos. Nuestras faltas nos serán imputadas, ciertamente, Las condiciones en las que se nos pide cumplir con ello pueden ser de dos clases: unas extremadamente favorables, otras, lo contrario. Estas últimas, una vez cumplidas, harán más feliz esa realización.
El amor sin libertad no existe. El amor no puede ser una jaula de oro en donde podemos tener cautivo a quien amamos. Pero la libertad más grande es precisamente la de amar. Y la expresión más grande del amor y de la libertad, es la amistad. No hay llamado más grande en este mundo, que el de la amistad. El resto, toda clase de buenas obras necesarias, se nos añadirá. Tenemos un llamado por parte de Cristo: “Un mandamiento nuevo les doy, que se amen unos a otros, así como Yo los he amado” (Juan 13, 34); a lo que se agrega Su testimonio: “ahora ya no los llamo siervos, porque el siervo no conoce la voluntad de su amo; al contrario, los llamo amigos, porque todo lo que sé de Mi Padre se los he dado a conocer” (Juan 15, 15). Entre amigos se comparte todo, no con reticencias, sino con suficiencia.
El hombre que ama, así como el que es amado, da mejores frutos, su obra es más devota y estará más dispuesto a sacrificarse. En este orden de ideas, la vida y quizá también una cierta experiencia literaria, le enseñan al hombre que la reciprocidad en el amor absoluto es algo completamente excepcional (es un don que sólo Dios puede darte, mientras tus esfuerzos constan, a lo sumo, en el trabajo infinito, paciente y abnegado) y que es más importante para el ser el amar, que ser amado. Atesoramos los amores que vienen a nosotros, son nuestros refuerzos para toda la vida, generadores de sentido supremo. Pero más cercano nos es el tesoro de los verdaderos amores que repartimos entre los demás. ¡Cuánta infinita alegría, entonces, y en los más simples y humildes gestos nuestros de amor! Porque ellos están cargados abundante y taumatúrgicamente. Pero cuánta necesidad tenemos, sin embargo, del testimonio del amor. Tres veces le pregunta Cristo a Pedro, “¿Me amas?” (Juan 21,15). ¿Acaso no lo sabía Él, Todopoderoso y Ominisciente? Haciéndose parte, completamente, de lo que significa ser hombre, Cristo necesitó ese triple testimonio. Nosotros, aún más.
El verdadero amor (insisto, “verdadero”, porque también existe el amor aparente) no se da a cambio de algo (“Te amo para que me ames”, “Te amo porque me amas”). Este se pide que venga como un manantial de dones. De hecho, Dios es Quien ama por medio de nosotros. Nosotros sólo nos le unimos. Esto debe entenderse y asumirse.
Es una ciencia eso de dar como es debido, sin pasarle al otro el abatimiento de sentirse deudor, pero también es una ciencia, al menos igual de grande, el recibir, de ayudar al que da, para que se cumpla el sacrificio de su alma.
¿En dónde aprender todo esto? ¿En casa? ¿En la escuela? ¿En libros? ¿En la iglesia? Probablemente en todos esos lugares, más o menos. Pero el amor verdadero se aprende mejor del amor verdadero. Como el cirio de Resurrección que se enciende y reparte amistad de amistad, partiendo de la amistad de Cristo para cada uno de nosotros.
Cada amistad es diferente: ella pide ser protegida, estimulada y vivida, a pesar de todas las viscisitudes. Y entonces habrás entrado ya en el paraíso. Abrazando eternamente y siendo abrazado para siempre.
Cuando dos personas se encuentran en verdad, una celebración tiene lugar. Hay fiesta en la Tierra y también en el Cielo. Y este es el punto en el que debe empezar y finalizar toda nuestra enseñanza. ¡Aleluya!
(Traducido de: Costion Nicolescu, Mic tratat de iubire urmat de alte iubitoare studii și eseuri, Editura Doxologia, Iaşi, 2012, pp. 319-320)