De cómo el cristiano debe formar y educar su mente
Los insultos que nos profiere el mundo nos enaltecen, las aflicciones nos alegran, y el hecho de perdonar a nuestros semejantes y hacerles el bien, constituyen la señal de tener un alma generosa y asemejarnos con Dios.
Si nos limitamos al conocimiento de nuestros propios defectos y a la simple esperanza en Dios, que ciertamente son cosas necesarias en la lucha espiritual, no sólo no venceremos, sino que terminaremos cayendo en males muy grandes.
Luego, también se necesita que nos formemos y nos eduquemos, como dije al principio. Este es el tercer aspecto. Esa formación debe tener como propósito instruir nuestra mente y nuestra voluntad. Debemos evitar toda ignorancia. La ignorancia, de hecho, es uno de los peores enemigos de la mente. La oscurece y le impide conocer la verdad.
Por eso, debemos educar nuestra mente de una forma tal que pueda distinguir el bien que necesitamos para purificar nuestra alma de sus pasiones y ataviarla con las virtudes.
Dos son los caminos para la purificación y la iluminación de la mente. El primero, que es el más importante, es el de la oración. Con la oración llegamos al Espíritu Santo y lo atemperamos para que se conmueve y rebose sobre nosotros y en nuestras almas Su luz divina. Y Él lo hace, si se lo pedimos con esperanza en Dios, si cumplimos con Su santa voluntad y si sometemos todo lo que tenemos a la orientación, la experiencia y el consejo de nuestros padres espirituales.
El segundo camino es el de un continuo ejercicio de atenta reflexión y contemplación de esas cosas, de manera que podamos reconocer con claridad qué es bueno y qué es malo, pero no según nuestros sentidos y las ideas del mundo, sino según el juicio y la verdad del Espíritu Santo. Es decir, la verdad de las Escrituras inspiradas por Dios, la verdad del Espíritu Santo, Quien insufló a los Santos Padres y a los grandes preceptores de nuestra Iglesia. Porque, cuando esta reflexión y contemplación es correcta y sana, nos da la capacidad de ver nítidamente lo que es inútil, vacío y falso, todas esas cosas que el mundo ciego y corrupto ama y busca con frenesí. Estoy hablando de los placeres y bondades terrenales, que no son otra cosa que la vanidad y la muerte del alma. Por eso, los insultos que nos profiere el mundo nos enaltecen, las aflicciones nos alegran, y el hecho de perdonar a nuestros semejantes y hacerles el bien, constituyen la señal de tener un alma generosa y asemejarnos con Dios.
(Traducido de: Nicodim Aghioritul, Războiul nevăzut, Editura Egumenița, Galați, pp. 24-25)