De la santidad de un humilde cocinero
Por su labor, sus milagros o su sufrimiento, algunos santos han sido asociados a determinadas actividades, convirtiéndose en protectores espirituales de muchos oficios y profesiones, enseñándonos que, indiferentemente de su preparación profesional o proveniencia social, el hombre puede ascender al Cielo.
¿Quién de nosotros no se ha visto necesitado, al menos una vez en la vida, a permanecer en la cocina, no solamente para probar algún alimento o para servirse un almuerzo frugal, sino para preparar algo para sí mismo, o para sus invitados? ¿Qué decir de nuestras madres y abuelas, quienes pasan buena parte de su vida trabajando en la cocina? ¿Y de los que madrugan para tener listos los alimentos en restaurantes y comedores sociales? En el medio monástico se dice que uno de los trabajos de obediencia más pesados es el de la cocina; los monjes y las monjas que se esmeran con denuedo en el trabajo de la cocina, con un amor sacrificial preparan alimentos no solamente para la comunidad misma, sino también para los peregrinos que dirigen sus pasos a esos cenobios, buscando, en primer lugar, alimentarse con las meriendas espirituales y divinas. Como señal de aprecio, muchos de los monasterios, después del banquete espiritual, invitan a sus visitantes a comer algo.
Un cocinero de este tipo fue San Eufrosino, recordado en nuestro calendario cada 11 de septiembre. Morador de un monasterio palestino en el siglo IX, Eufrosino demostró ser un monje con una vida y una obra paradigmática: con una profunda humildad y un gran amor realizaba sus labores de cocinero. Y lo hacía con tanto amor a sus hermanos, que parecía que Dios Mismo era un convidado diario al comedor del monasterio. Todo lo hacía con un perfecto amor, con paciencia y una entrega total. Aceptaba las ofensas sin quejarse y jamás respondía a quien le reprendía. Pero, junto a las necesarias viandas para el cuerpo, Eufrosino también “guisaba” algo incomparablemente más importante: trabajaba perseverantemente en obtener la salvación de su alma. Por eso, Dios quiso revelar en misterio la silenciosa labor del humilde cocinero, cuando un anciano monje del monasterio tuvo una visión en la cual pudo ver el Paraíso. Allí, se encontró con el modesto Eufrosino, a quien le pidió que le diera tres manzanas. Cuando la visión del anciano monje cesó, vio que todavía tenía en sus manos las tres manzanas que Eufrosino le había dado en el Paraíso. Inmediatamente, se dirigió a la iglesia del monasterio, en donde se encontró al cocinero orando. Entonces, después de escuchar el relato de la visión que el anciano acababa de experimentar, el humilde Eufrosino vino a confirmale que, efectivamente, también él había estado en el Paraíso esa tarde. Con esto, Dios reveló que, mientras alimentaba a muchos hambrientos, Eufrosino también se preparaba el banquete celestial. El sinaxario dice que, poco tiempo después, Eufrosino partió para siempre del monasterio, probablemente, decidido a convertirse en un asceta y vivir en la soledad, lejos de la honra y los elogios de los demás. Los monjes que probaron las tres manzanas que recibió el anciano en su visión, sanaron inmediatamente de distintas debilidades físicas y espirituales. Viéndose sanos, alabaron a Dios, Quien es admirable entre Sus santos, sin olvidarse jamás, a lo largo de los años, de Eufrosino, el cocinero.
Si un cocinero llegó a hacerse un “amigo cercano” de Dios, como les decía el Santo Apóstol Pablo a los santos, significa que, en la inmensa gama de los oficios que estos practicaron, el de cocinero es también agradable a Dios, si es puesto al servicio de la obtención del Reino de los Cielos. Sí, que nadie se asombre cuando se mencione una “nomenclatura de los oficios” practicados por los santos. Por ejemplo, el Santo Apóstol Mateo era un publicano, es decir, una suerte de recaudador de impuestos y contador; el Santo Apóstol Andrés fue pescador y navegante; el Santo Apóstol Pablo se preparó para ser maestro en la escuela de Gamaliel; el Santo Mártir Filemón fue comediante, razón por la cual es considerado el patrono de los actores; San Juan “el Nuevo” de Suceava fue comerciante, al igual que Santa Lidia de Tiatira, la primera mujer cristiana de Europa en comercializar con tintes. Y qué decir de San Lázaro “el pintor”, quien profesó el mismo oficio que San Pafnutio-Pârvu, de Rumanía. Acordémonos también de San Juan Jacob de Neamț, quien era bibliotecario, o de San Dionisio “el exiguo”, considerado un experto en estadística. Y no nos olvidemos de la gran cantidad de santos que fueron militares, médicos o músicos. La conciencia de la Iglesia ha cultivado un reconocimiento vivo hacia cada uno de ellos, porque, por su labor, sus milagros o su sufrimiento, algunos santos han sido asociados a determinadas actividades, convirtiéndose en protectores espirituales de muchos oficios y profesiones, enseñándonos que, indiferentemente de su preparación profesional o proveniencia social, el hombre puede ascender al Cielo.
Volviendo a San Eufrosino y su oficio, encontramos una aparente contadicción: ¿cómo es posible salvarte, si todo el tiempo te la pasas preparando comida, más aún, si tomamos en cuenta que la saciedad, llamada gastrimargia por los Padres filocálicos, es uno de los pecados que generan una gran cantidad de pasiones? Es por eso que los Santos Padres nos enseñan que no tenemos que comer por deleite, haciendo de los alimentos y los banquetes un fin en sí mismos, una forma de placer. El alimento material es un don de Dios, cuyo propósito es el mantenimiento de la vida biológica, y no la hinchazón del vientre. Actualmente, la humanidad se ha apartado tanto de los inspirados consejos de los Santos Padres, al grado que la simple y necesaria labor de preparar nuestros alimentos se ha convertido en un verdadero “arte”, llamado con el sintagma de “arte culinario”. Estamos hablando de los concursos de cocina, de los “shows” gastronónicos tipo “Masterchef” y todo el resto del espectáculo en el que se ha transformado una ancestral y vital ocupación humana. Mientras más abundante y refinada es la comida, más nociva es para el hombre. La explicación nos la da San Juan Crisóstomo: “Se podría decir que las comidas abundantes son más peligrosas que cualquier veneno. Porque el veneno mata al hombe directamente y sin dolor, en tanto que las comidas copiosas dan nacimiento a una vida que es aún peor que miles de muertes, porque matan lentamente al hombre. Las personas que padecen de enfermedades graves son dignas de toda compasión, en tanto que aquellos que sufren por causa de ciertas enfermedades provocadas por comer y beber mucho, no pueden ser compadecidos por los demás, aunque quisieran. ¿Por qué? Porque ellos mismos se provocan dichas enfermedades, encaminándose, por su propia voluntad, al abismo de los males”.
El equilibrio, así pues, no es solamente la mejor guía en lo que respecta a la salud física, sino también una de las condiciones principales para seguir el camino al Reino de los Cielos, mismo que fue recorrido con tanta firmeza por aquel monje palestino.
Un viejo dicho rumano dice: “Cuando la comida es sabrosa, la felicidad viene a comer”. ¡Qué bella expresión! La comida puede ser ocasión para que las familias y las personas se encuentren, puede ser una forma de comunión, en esa alegría del reencuentro. Pero si el acento se pone solamente en los alimentos, dejando a un lado a los comensales, la comida termina transformando a las personas en siervos del vientre, quienes encuentran una forma de realización en el acto de comer. Más exactamente, viven para comer. No es pecado cocinar buscando un buen sabor, sino utilizar la comida para algo más que ser nuestro “combustible”. A partir de la vida de San Eufrosino, el cocinero, entendemos más profundamente el sintagma según el cual no vivimos para comer, sino que comemos para vivir, pero no solamente aquí, temporalmente, sino especialmente en la eternidad, para participar de la mesa de Dios.