Palabras de espiritualidad

De otro bandido que entró al Reino de los Cielos

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

De alguna manera, cada uno de nosotros se parece a él en su vida antes de la conversión: también nosotros, con nuestros pecados, nos hemos herido a nosotros mismos y “asaltado” nuestras almas.

¿Hay alguien que no conozca a aquel hombre que fue crucificado a un costado de Cristo —el Salvador del mundo—, quien, pronunciando unas inspiradas palabras: “Acuérdate de mí, Señor, cuando entres en tu Reino (Lucas 23, 43), obtuvo ese Reino? Nuestro virtuoso padre, Cleopa del Monasterio Sihăstria, en una de sus homilías, refiriéndose al conocido protagonista del dramático suceso del Gólgota, decía: “¿Han visto la oración del ladrón? ¿Han visto a este juicioso bandido? ¡Cuánto no robó durante su vida! ¡Pero, con el corazón lleno de fe, también supo robarse el Paraíso con las palabras de su boca!.

En el sinaxario del 28 de agosto nos encontramos con otro justo de Dios que habita en las moradas celestiales, San Moisés de Etiopía, también conocido como San Moisés el Moro. Al igual que el bandido del Gólgota, de joven Moisés cometió incontables tropelías y robos. De su hagiografía sabemos que, espabilando en un momento dado, lleno de arrepentimiento eligió el camino de la vida ascética, llorando amargamente por sus faltas. Por su profunda contrición, fue perdonado por el Padre Celestial, Quien le eximió de todas sus iniquidades, recibiéndolo, como antes lo hiciera con el ladrón del Gólgota, en Su luz y Su amor.

En verdad, es impresionante la vida de Moisés de Etiopía luego de su conversión, llena de noches sin dormir por dedicarse a orar con toda humildad, y de lucha con toda clase de demonios... Pero, sobre todo, la lucha con su propio cuerpo y con las pasiones que lo atormentaban. Igual de emocionantes son la forma en que fue llamado al grande y estremecedor Sacramento del Sacerdocio, así como el final de sus días, aceptando morir atravesado por la espada de un grupo de malhechores, del mismo modo en que él mismo había matado a otros cuando era un terrible salteador. De esta manera hizo realidad aquellas palabras del Señor: “Quien usa la espada, perecerá por la espada (Mateo 26, 52).

Igual de interesante es el hecho de que no se conozca el nombre del primer bandido mencionado, el que “se robó” el Paraíso. En la Santa Escritura encontramos los nombres de muchos personajes que ni dijeron ni realizaron cosas extraordinarias. Sin embargo, de este personaje, que luego habría de ser conocido en todas partes, ningún evangelista menciona el nombre. Esto, a pesar de que en algunos textos apócrifos, como el “Evangelio según Nicodemo”, se le da el nombre de Dimas. Es posible que no se haya conservado su nombre por razones de pedagogía divina, porque este hombre encarna el paradigma de todos aquellos que, habiendo llevado una vida de pecado, creían realmente imposible su regreso a Dios. Pero, habiendo descubierto a Cristo, realizaron increíbles actos de contrición, ante los cuales el Señor respondió con celeridad, usando las mismas palabras redentoras del Gólgota: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lucas 23, 43). El adverbio de tiempo “hoy” señala la permanente invitación que el Crucificado hace a quienes se han preparado para responder al llamado divino.

La vida y la prodigiosa conversión de Moisés de Etiopía, vista bajo la luz de las enseñanzas de los Santos Padres sobre la caída en pecado y la posible restauración del hombre, nos demuestran que el arrepentimiento es posible como una metamorfosis, que no concierne tanto al pecado en sí mismo, sino al regreso a Dios, el retorno al verdadero propósito del hombre. Desde el punto de vista de la espiritualidad ortodoxa, en el arrepentimiento es importante el futuro, no el pasado. La Iglesia nos recuerda el estado de pecado de San Moisés, no para honrar su vida en pecado, sino su esfuerzo en reformarse, en fortalecer la imagen de Cristo en él. Si el pecado atrajo consigo sólo muerte, la contricón llenó la existencia del piadoso mártir de vida y Resurrección. La muerte que tras el pecado es, por una parte, “vida”, pero vivida afuera de la comunión con Dios, en tanto que la vida que trae el arrepentimiento es vivir en y con Dios. Si el propósito del pecado fue el deseo de “autodivinizarse”, el arrepentimiento tiene como objetivo alcanzar la semejanza con Dios por medio del trabajo en las virtudes, virtudes que no se pueden realizar sino en comunión con Cristo, y esta comunión es posible solamente en la Iglesia, por medio de los Sacramentos.

La denodada obra de contrición de San Moisés, tal como nos la presenta el sinaxario de hoy, nos aparece como una pedagogía llena de luz, ayudándonos a entender que el comienzo del regreso desde el pecado a Dios es, en primer lugar, la aceptación, el reconocimiento de nuestras faltas. Esto es una condición sine qua non para salir del camino del mal, para sanar y alcanzar la salvación. Partiendo del momento inicial de la contrición, el hombre no debe moverse sólo alrededor de este, sino pasar al más nivel más alto: el de sentir dolor por el mismo estado de pecado en que se halla su alma. Esta fase se llama también compunción de corazón, no por causa del “yo” herido, sino porque por el pecado se ha apartado de Dios y, si persevera en esa culpa, permanecerá lejos de Él.

El conocimiento del propio estado de pecado constituye una condición absolutamente necesaria para la renovación del vínculo del hombre con Dios, para alcanzar, finalmente, la salvación. Del conocimiento de sí mismo, el hombre llega al verdadero conocimiento de todo lo que existe; este aspecto comprende también las realidades espirituales más secretas y excelsas. En verdad, el que se arrepiente de sus pecados, con la Gracia de Dios, se purifica de sus pasiones y, poco a poco, la oscuridad que ensombrecía su poder de conocimiento acaba disipándose. La mente se ve iluminada, así, por el Espíritu Santo, en la medida de su pureza.

Todo esto lo encontramos de forma sublime en el ascenso espiritual del monje mártir Moisés el Etíope. De alguna manera, cada uno de nosotros se parece a él en su vida antes de la conversión: también nosotros, con nuestros pecados, nos hemos herido a nosotros mismos y “asaltado” nuestras almas. Por eso, es necesario que cada día de nuestra vida lo acompañemos con la virtud de la contrición, pidiéndole a San Moisés el Etíope, un avezado maestro del arrepentimiento, que nos fortalezca en la realización de esta virtud, que es, dicho sea de paso, el único camino para redimir y renovar la vida, la única forma de alzarnos y librarnos de un pasado pecador y agobiante, para llegar a la muy anhelada salvación.