“De perdonar, perdono, pero no puedo olvidar”
Aquellos que vienen a Cristo soslayando el cáliz que Él bebió (el del dolor, y hasta el fondo) y el Bautismo que recibió (la muerte en la cruz), demuestran que no saben a qué Dios adoran y de qué comunidad forman parte.
El perdón a quienes nos ofenden es una cosa sencilla, elemental y necesaria. El cristiano íntegro perdona sin que se lo pidan, e inmediatamente pronuncia la fórmula mágica, tan propia de un ser racional y comprensivo: “¡Te perdono, que Dios nos perdone a todos!”.
Nuestro Señor mismo nos ordenó que perdonáramos en todo momento y cuántas veces fuera necesario, sin límites, porque ¿qué otra cosa significa la respuesta dada a Pedro (Mateo 18,20-22): “setenta veces siete”, sino “infinitamente”, ya que es difícil presuponer que el hombre más insolente nos pueda ofender cuatrocientos noventa veces en un solo día? Y en el “Padre nuestro”, el perdón de nuestros pecados, por parte de Dios, es condicionado y puesto en concordancia con el previo perdón a quienes nos ofenden. (…)
No podemos perdonar sino el mal que se nos ha hecho a nosotros mismos, no el que se les hace a los demás. Cuando un hermano nuestro es acusado injustamente, insultado, golpeado, señalado, o engañado, no tenemos la potestad de perdonar al que le hace esto. El mismo Nicolás Iorga, quien fue no sólo un brillante historiador sino también un gran pensador, decía que no es posible perdonar el mal causado a otro, sino solamente el que sufrimos nosotros mismos.
Una cosa más: no basta con perdonar, también es necesario olvidar. El perdón, sin el olvido, no significa nada, porque se queda en palabras vacías, en una falsedad que encubre el rencor. Un sacerdote de gran valor, el padre George Teodorescu, de Bucarest, quien en algún momento fue mi padre espiritual, solía decirles a sus feligrees: «Hay muchos de ustedes que vienen y me dicen: “De perdonar, perdono, padre, pero no puedo olvidar”. Yo les respondo: “Dices que perdonas, pero no puedes olvidar. ¡Muy bien! Sin embargo, ¿te gustaría que, después de confesarte y pronunciar la oración de absolución, viniera nuestro Señor Jesucristo y me dijera: ‘Puede que tú le perdones sus pecados, ¡pero en lo que a Mí respecta, no puedo olvidar!’? ¿Entiendes?”».
Que el olvido es más difícil que el perdón es algo que no se puede poner en duda. Es duro olvidar. ¿Pero no es que el cristianismo entero es una cosa difícil? Aquellos que vienen a Cristo soslayando el cáliz que Él bebió (el del dolor, y hasta el fondo) y el Bautismo que recibió (la muerte en la cruz), demuestran que no saben a qué Dios adoran y de qué comunidad forman parte. Desde luego que el olvido es algo difícil de realizar, como también es difícil alcanzar el amor a nuestros enemigos, ofrecer la otra mejilla, dejar de pecar no sólo con nuestros actos sino también con nuestros pensamientos, cumplir con todos los sutiles y radicales mandamientos del “Sermón de la montaña” y, en general, todo lo que el Señor les pide a aquellos que insisten y se atreven a llamarse discípulos Suyos.
(Traducido de: Nicolae Steinhardt, Dăruind vei dobândi - ediția a IV-a, Editura Dacia, 2000, p.80)