¡Dejemos que el Señor gobierne nuestra voluntad!
Si nos amáramos los unos a los otros con toda la simplicidad del corazón, el Señor nos enseñaría — por medio del Espíritu Santo— cosas admirables y nos revelaría grandes misterios. Dios es un amor del cual jamás podrías saciarte.
Quien se ha entregado a la voluntad de Dios, no se ocupa de otra cosa que no sea Él. La Gracia de Dios lo ayuda a permanecer en oración. Y, aunque trabaje o hable, su alma está ocupada con Dios, porque se ha entregado totalmente a la voluntad divina.
El Espíritu de Dios guía a cada uno de forma particular: uno vuelve a la serenidad (vive como hesicasta), en la soledad, en el silencio; otro ora por los demás; otro es llamado a pastorear el rebaño de Cristo; a otro se le concede aconsejar o consolar al que sufre; otro sirve a los demás con su trabajo o con sus bienes… y todos esos son dones del Espíritu Santo, que son concedidos en niveles diferentes: a unos se les da treinta, a otros, cien (Marcos 4, 20).
Si nos amáramos los unos a los otros con toda la simplicidad del corazón, el Señor nos enseñaría — por medio del Espíritu Santo— cosas admirables y nos revelaría grandes misterios. Dios es un amor del cual jamás podrías saciarte.
Mi mente cesa su movimiento en Dios y yo dejo de escribir…
¡Qué claro tengo que es Dios quien nos conduce! Sin Él, ni siquiera podríamos pensar en el bien. Por eso, tenemos que abandonarnos humildemente a Su voluntad, porque el Señor nos conduce.
(Traducido de: Cuviosul Siluan Athonitul, Între iadul deznădejdii şi iadul smereniei, Editura Deisis, 1996, pp. 62-64)