Del don del sacerdocio y los pecados personales de un confesor
Lo mismo es aplicable a tu confesor: el perdón que hasta hoy recibiste de él no es cosa suya, sino del Santísimo Espíritu.
Un hombre había tenido el mismo padre espiritual durante más de doce años. Un día, al ir a confesarse, lo encontró pecando con una mujer. “¡Pobre de mí! ¡Tantos años de venir a confesarme con este sacerdote, y ahora sé que mi alma está perdida! Todos los pecados que me fueron absueltos por él, en realidad no me fueron perdonados”. Diciendo esto, partió sumido en una profunda tristeza.
Mientras caminaba, sintió una fuerte sed. Unos pasos más adelante, encontró un pequeño arroyo de agua cristalina, y pensó: “Si en este punto el agua parece tan pura, con mayor razón lo será en el lugar de donde mana”. Así, se inclinó y bebió. Después, siguiendo el reguero de agua, llegó al sitio de donde esta brotaba, y vio que era el hocico de un perro. Asustado, exclamó: “¿Qué he hecho? ¡Me he contaminado!”. Entonces, un ángel del Señor le dijo:
—¿Por qué cuando bebiste de esa agua no te contaminaste, y ahora que has visto de dónde brota, te has llenado de asco? ¿Acaso no la hizo Dios, Quien creó el Cielo, la tierra y todo lo que existe? Porque, aunque el perro sea impuro, no te entristezcas, ya que el agua no es suya. Lo mismo es aplicable a tu confesor: el perdón que hasta hoy recibiste de él no es cosa suya, sino del Santísimo Espíritu. Recuerda que el don del sacerdocio es mucho más excelso que cualquier reino, es algo más sublime que los mismos ángeles. Y aunque (el sacerdote) haya cometido pecado, ¿es algo que te concierna a ti? Él es como la boca de ese perro. ¡No te acongojes! Todos los pecados que le confesaste te fueron perdonados. Regresa a buscarlo y pídele que te perdone. Dios sabrá qué hacer con él.
Y el ángel se hizo invisible.
El hombre corrió a buscar al sacerdote, y al llegar le relató lo sucedido y le pidió perdón, tal como le había dicho el ángel. Al escuchar todo esto, el sacerdote se echó a llorar, lleno de arrepentimiento. Debemos condenarnos a nosotros mismos, y así podremos alcanzar la salvación.
(Traducido de: Constantin V. Triandafillu, Sfântul Cosma Etolianul – Viața și învățăturile, traducere de Ieroschim. Ștefan Nuțescu, Editura Evanghelismos, București, 2010, pp. 180-181)