¡Detente un poco, hermano, y atiende a tu semejante!
Cuando le fallamos a nuestro hermano, no le estamos fallando a un ser humano, sino a Dios Mismo, porque Él vive en cada alma.
Mientras estemos en este mundo, con este cuerpo, debemos vencer todo lo pernicioso para el alma con el poder de Dios. Esto es lo que Él quiere de nosotros: que rechacemos conscientemente el mal, para después volver con todo nuestro ser a Él, al Señor. La disposición que tenemos hacia nuestros semejantes es la misma que tenemos hacia Dios.
Nuestros intereses y nuestros planes nos suelen aturdir por completo. El interés, y el plan número uno, el número dos, el número tres, el cuatro… Llegamos a creer que no lograremos nada si no planificamos antes las cosas, si no sacamos cuentas, si no “hacemos” algo. Sí, tenemos que trabajar de forma correcta, pero no deprisa, porque después viene el maligno y termina dándole vuelta a todo. Y lo peor es que esa prisa nos lleva a perjudicar a alguien más o los mismos intereses de nuestro semejante, si es que no nos convertimos en un obstáculo para él… ¡Todo por hacer las cosas con tanto apremio, preocupados por materializar nuestros planes! Y así es como dañamos a nuestro hermano, una y otra vez. Pero, cuando le fallamos a nuestro hermano, no le estamos fallando a un ser humano, sino a Dios Mismo, porque Él vive en cada alma. Luego, la forma en que nos comportamos con nuestro semejante es la misma forma en que nos comportamos con Dios.
Es necesario que entendamos que no nos hallamos en el buen camino, si nos comportamos amorosamente con aquellos que nos aman, pero a quienes nos odian les respondemos con ese mismo odio. Esa es una actitud totalmente equivocada, porque estamos llamados a ser hijos de la luz, hijos del amor, hijos de Dios, hijos del Señor. Sí, seamos hijos Suyos, tomémos Su carácter, que es un carácter divino, lleno de paz, amor y bondad.
(Traducido de: Starețul Tadei de la mănăstirea Vitovnița, Cum îți sânt gândurile așa îți este și viața, Editura Predania, București, 2010, pp. 175-176)